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Los Angeles - primera entrega

El viernes pasado, partimos para Los Angeles. La falta de perspectiva que inevitablemente arrastramos por el hecho de ser europeos puede hacernos pensar que volvar de NY a LA es como ir de Barcelona a Berlín – “Bueno, quizá un poco más, que EE.UU. es muy grande” – piensas creyendo que estás siendo prudente. La realidad es que son casi seis horas de vuelo, es decir, lo mismo que cruzar el Atlántico. La ida no es tan traumática porque en LA es tres horas más pronto, de manera que si sales de aquí a las seis de la tarde, llegas allí a las nueve de la noche (para ti son las doce). Pero la vuelta es dramática: si, por ejemplo, sales de allí a las once de la mañana (que implica madrugar), llegas a NY a las ocho de la tarde hora local. Total, pierdes el día. Pablo tenía una clase muy importante el lunes a mediodía, por lo que la única forma de que el fin de semana le cundiera mínimamente era que volviera el domingo por la noche dormitando en el avión y llegando a NY a las nueve de la mañana. En este país, en el que a todo le ponen nombre, a eso lo llaman volar "red eyed" porque evidentemente al día siguiente tienes los ojos en orujo.

Volviendo al viernes. El avión salía a las 18:20 porque Pablo tenía clase por la mañana. Encarámate a los altillos para sacar la ropa de verano, reserva el coche que vas a alquilar, haz el check-in online, imprime los itinerarios y, mientras haces las maletas, échale un vistazo al mapa de Los Angeles, que no te haces una idea de lo grande que es esa ciudad.

Salimos de casa a las 16:00 y nos acercamos a Houston a pillar un taxi. En cuanto ven nuestras maletas, los taxis aceleran y pasan de largo: no quieren parar porque resulta que la mayoría van hacia su cambio de turno en Lafayette (muy cerca de casa) y un viaje al aeropuerto no entra ahora en sus planes. Por fin conseguimos un taxi y nos atascamos en la autopista hacia JFK. Un colón de cuidado: si el trayecto normalmente dura unos 45 minutos, esta vez nos toma más de hora y media. Llegamos al aeropuerto cuarenta minutos antes del embarque. Y ya no estamos a tiempo de facturar las maletas porque el límite es una hora antes. Consternación: perdemos el vuelo. El próximo de DELTA sale en dos horas pero ya está lleno. El de la noche, también. La única alternativa es volar el sábado por la mañana – cosa que implica que volvemos a casa y Pablo se queda en NY porque evidentemente no le compensa volar el sábado para volver el domingo. American Airlines tiene un par de vuelos a LA esa misma tarde pero el personal de tierra de Delta no puede decirnos si hay plazas libres en ellos. American opera desde la terminal 8 y estamos en la 4. Resignados y cabizbajos, nos dirigimos hacia el shuttle que va a llevarnos hasta la terminal de American. La chica que nos ha atendido se apiada de nosotros y nos alcanza cuando estamos cruzando la puerta: nuestras maletas son pequeñas, tal vez podemos intentar pasar el control de policía. Nos requisarán todo lo que sea líquido pero a lo mejor nos compensa. Abrimos las maletas: tendremos que dejar atrás el frasco de perfume recién comprado, líquido de lentillas, pasta de dientes, desodorante, quitaesmalte… de todo. Pero, comparado con comprar dos billetes nuevos, compensa. Lo intentamos. Al llegar al control, atropellado diálogo con los policías para explicarles nuestro problema. Debemos de dar mucha pena (seguro que el hecho de que estemos descalzos ayuda) porque vuelven a apiadarse de nosotros: nos requisan parte del material, pero a Julia le dejan conservar su frasco de perfume y el líquido de las lentillas. Cruzamos el control más felices que dos perdices y nos dirigimos a la puerta de embarque. “Todavía” no hay nadie haciendo cola así que nos paramos a comprar unos noodles, que no hemos comido nada con tanto ajetreo y nos morimos de hambre. Estamos en la cola de los noodles cuando a Julia le da por acercarse otra vez a la puerta de embarque y preguntarle a la azafata: “¿Éste es el vuelo que va a LA?” “Yeah”, me contesta la negra. “¿Todavía no embarcamos?”, pregunto yo temerosa de la respuesta, pues las negras son muy suyas. “Woman, yeah we boarding, we on last boarding call, GO GO GO!” Madremía madremía madremía. No es que TODAVÍA no hubiera cola para embarcar, es que YA había embarcado todo el mundo. Corre hacia Pablo, que ya tiene las cajas de noodles en las manos y está a punto de pagar: “Vamos, Pablo, ya están embarcando y a punto de cerrar el avión, no hay tiempo para noodles”. Pablo me mira perplejo mientras agarro mi maleta y me disculpo ante la señora de los fideos “I’m sorry, we have to go”. Emprendo la carrera hacia la puerta de embarque y, sintiendo que Pablo no me sigue (en ningún sentido), me doy la vuelta. Lo veo paralizado, aún agarrado a su caja de fideos, el corazón dividido entre los noodles y yo. “Vamos”, insisto, “o nos quedamos en tierra”. Reacciona por fin, aturdido ante tanto “rescate de última hora”, abandona los fideos como quien deja a un cachorro indefenso en una triste perrera y me sigue sin saber bien qué está haciendo. Corremos por la pasarela –larguísima- entre carcajadas nerviosas, intentando digerir que es la segunda vez en veinte minutos que hemos estado “a punto de”. Al llegar al avión, los azafatos señalan el hecho de que mi maleta supera el tamaño máximo permitido para el equipaje de mano pero a esas alturas estamos ya de vuelta de todo por lo que respondo con una sonrisa. “Sí, tus compañeros de check-in han hecho una excepción”. No le doy opción a rechistar, por lo que nos dejan entrar. Diez minutos después de habernos sentado, aún no damos crédito. Qué suerte hemos tenido – TRES veces. Durante el vuelo, Pablo saca sus deberes y se pone a dibujar el story board del corto que tiene que rodar la semana que viene. Así de apurado va de tiempo.

Llegamos a Los Angeles de noche y buscamos el shuttle que nos lleva a Hertz. Allí, tras una larga cola, nos atiende un agente excesivamente amable (incluso le dice a Pablo que le encantan sus gafas), señal inequívoca de que nos la quiere dar con queso. No es que las gafas de Pablo sean feas pero saltaba a la vista que ese señor no tenía criterio estético alguno, por lo que había alabado sus gafas como podría habernos dicho que le fascinaba Barcelona: todo subterfugios para ganarse nuestra confianza y dejar que nos diera “the best deal I can get you” – que por supuesto era más caro que el que habíamos visto online. Suerte que hemos visto muchas películas y este hombre desprendía un tufillo a vendedor de coches de segunda mano que nos hizo sospechar en seguida. “Que no, que no, que no queremos GPS ni neumáticos recién cambiados ni el coche más guachipiruchi que tengas, que queremos LO MÁS BARATO, así de claro te lo decimos”. Por fin salimos de ahí en nuestro flamante Toyota Corolla blanco. Automático, por supuesto, y mucho más grande que cualquiera de los coches que hayamos conducido hasta la fecha.

Nos alojamos en casa de Marga, amiga íntima de Raquel que lleva quince años viviendo en LA con su marido Taylor –actor y conocedor de todos los vericuetos de la industria- y sus dos hijas (monísimas, simpáticas y muy educadas): Alexandra y Lee. La familia es encantadora. Viven en West Hollywood, hacia donde Julia conduce y Pablo copilota (qué sería de nosotros sin Google Maps). Es de noche y parece que estemos en “Collateral” (película que, a pesar de estar protagonizada por Tom Cruise, os recomendamos). Los carriles son anchísimos, todas las calles son de doble dirección (por lo que los giros a la izquierda son de miedo), se puede girar a la derecha cuando tu semáforo está en rojo y no existen los cedas porque en los cruces sin semáforo tiene prioridad "el que haya llegado antes" (a veces es difícil dirimirlo, sí, pero no suele llegar la sangre al río). Muchas calles tienen nombres españoles que, pronunciados a la inglesa, resultan indescifrables. Por ejemplo, “La ciénaga” se pronuncia “Lah Sienehgah”. A pesar de todo, llegamos sanos, salvos y sin habernos perdido por el camino. Marga y Taylor nos reciben con una cerveza. Una casa preciosa con jardín y decorada con buen gusto, cosa excepcional en el país. Caemos rendidos en la cama.

3 comentarios:

  1. tuvisteis mucha suerte. impresionante. yo en cambio hace medio año perdí el vuelo de Londres a Bcn. Siempre he pensado que los británicos son más "esquerps"... :P

    roser

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  2. I can't believe it! Yo no sé si es que estáis en "El show de Trumann" pero todo lo que os está pasando en este país es un escándalo de película (también puede bien ser que estéis muy dados a la "escritura dramática" jeje). Viva, EUA, donde todo es posible, hasta estar a punto de perder un avión tres veces y conseguir vencer todos los obstáculos para acabar rendido a los pies de LA. Tengo ganas de saber cómo continuó vuestro "sueño americano"....
    Marta

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  3. me imagino la cara q puso pablo al tener q dejar los noodles cual Annie en la puerta del orfanato... :D

    es LA tan fea como todos me la pintan?

    besos a mis neoyorquinos preferidos!

    Bárbara.

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