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Ojalá todo funcionara tan bien como el Departamento de Atención al Cliente de Thermomix

A nuestra amiga Isa la han llamado de Gas Natural para hacer la revisión de la instalación de un piso del que fue inquilina años ha. Isa les ha contestado “Es que ya no vivo allí”. Y la señorita ha preguntado: “¿Que ya no vive, o que ya no vive allí?” Evidentemente, Isa no ha sabido qué contestar. Se nos ocurre que podría haber dicho: “Que ya no vivo, pero es que justamente me ha pillado Usted saliendo de ultratumba para hacer unos recados. Es que en ultratumba el comercio cierra por la tarde, ¿sabe?”.

En cambio, ayer domingo escribimos un mail a Thermomix para que nos indicaran qué transformador necesitábamos para el aparato. Ya lo teníamos medio investigado pero queríamos asegurarnos. Esta mañana nos han contestado con un e-mail detalladísimo a la par que claro, y eso que éstos son dos atributos que no suelen ir juntos. Pues bien, en el documento no sólo se indicaba qué tipo de transformador necesitábamos (voltaje, potencia y frecuencia), sino que también se hacía una descripción que no tiene desperdicio de cómo era ese transformador. Atención:

Por este motivo, este transformador es un aparato: relativamente grande (como la mitad de una caja de zapatos), relativamente pesado (2-3 kilos), y relativamente caro (35.000 - 40.000 ptas).

Nos ha parecido magistral. Primero, lo de usar el término “aparato” para referirse al transformador (aquí se diría que los redactores se han moderado, habiendo estado tentados de escribir “trasto”). Segundo, lo de insistir en el “relativamente” para a continuación pasar a detallar exactamente cuánto. Tercero, lo de usar una caja de zapatos como unidad de medida de volumen. Diga que sí, señora, que con los centímetro cúbicos no hay quien se aclare. Y, por último, lo de remontarse a las pesetas, que deja clarísimo cuál es el público objetivo de la Thermomix: esa parte de la población que aún cuenta en pesetas. Evidentemente, nosotros hemos tenido que hacer la conversión a euros (¿Cuánto era un euro en pesetas, Pablo? Ni idea, trabajemos con la regla de que mil pelas son seis euros.) y luego a dólares. Cuánta sabiduría de andar por casa cabe en tres líneas, ohmygot.

El retonno

Bueno, pues Julia ya está de vuelta en NY. Como sabéis la mayoría, la entrevista para la beca le fue requetebien. Salió más contenta que unas pascuas. Sin embargo, no le han dado la beca. Se lo dijeron el día antes de subirse al avión de vuelta. No hay buen momento para recibir una mala noticia pero si hubiera un ranking de momentos malos para recibir malas noticias, es probable que en el top 5 estuviera el día antes de emprender un viaje de vuelta y de celebrar alegres despedidas con amigos y familiares. No es éste el lugar para ventilar según qué detalles escabrosos pero digamos que está muy orgullosa de haber quedado entre los 17 preseleccionados (de 116, no está mal) y que este batacazo no cambia en nada sus planes de cursar un Master el año que viene. Lo hará más difícil porque ir con el respaldo de una beca Fulbright siempre facilita la entrada pero qué sería de esta vida si todo fuera fácil. Por otra parte, aún le queda la esperanza de la Fulbright del Ministerio de Educación, que no es moco de pavo.

Lo peor del proceso de solicitud de acceso a los Masters ya ha pasado; ha enviado la documentación para cuatro de las seis instituciones que está barajando como opción, por lo que ahora su principal tarea es esperar a que las universidades den respuesta allá por el cercano mes de febrero. Nervios, nervios, muchos nervios. Os mantendremos informados.

Por lo demás, sus prácticas en Pressman, por las que muchos habéis preguntado, siguen sin novedad de ninguna clase: va dos días por semana a hacer informes de guión y otras menudencias, está contenta porque sabe que la valoran pero sigue sin ver que esa experiencia vaya a dar muchos más frutos de los que ya ha dado.

Le ha salido algún que otro trabajillo como editora de guión y sigue con sus ocupaciones habituales, léase leer para Filmax, conocer guionistas, productores y directores, escribir guiones para Pablo y pensar en proyectos de películas, series o lo que se tercie.

También está en vías de inscribirse en un curso de francés avanzado en la Alliance Française, más que nada para que eso que pone en su CV de que habla y escribe perfecto francés se parezca en todo lo posible a la verdad.

Veremos si este trimestre se matricula en alguna asignatura en NYU. Tampoco se trata de hacer demasiadas cosas y no dedicarle a ninguna el tiempo suficiente.

Pablo está absorto preparando dossieres y preproduciendo su corto de final de semestre, que rodará a principios de enero con toda la pompa que seamos capaces de reunir. Se titula “Department of Homeland inSecurity” y estamos muy ilusionados con el proyecto.

Las Navidades se nos han presentado muy precipitadamente. Julia se maravillaba en Barcelona de sus amigas que ya tenían la Nancy Pony, el carrito de bebé y las colonias de la abuela compradas y empaquetadas. El año pasado por estas fechas, cursilitas (la habitación de invitados que teníamos en el piso de Laietana) estaba a reventar de paquetes envueltos con suntuosos lazos y todo el que venía a tomar café se sorprendía de descubrir por fin, tan entrados ya en años, el almacén de Papá Noel. Este año, en cambio, nos ha pillado el toro bravo.

El viaje de Julia a España ha dado varios frutos. Entre otros, ahora tenemos nuestra hermosa Thermomix alojada en la cocina. Ahora sólo nos falta el transformador porque sin él no podemos usarla. El aparato fue facturado y llegó impecablemente hasta la cinta transportadora de maletas de JFK. Julia lo recogió junto a su pesadísima maleta y se encaminó hacia la aduana. Tan aparatoso era el paquete que los funcionarios me apartaron para llevar a cabo una de sus temidas inspecciones (sí cambio a primera persona).

- Señora, ¿Eso qué es... eso?

- Esto… eeeeeeh una Thermomix.

Caras de mí-no-comprrrrende. Uf, ¿cómo les explico yo lo que es una Thermomix?

- It’s an electrical appliance, a food processor.

Ay. Fue oír la palabra “food” y saltaron todas las alarmas. Un funcionario me apartó y puso mis cuatro maletas sobre la mesa: maleta, que subió incrédulo de que un bulto tan pequeño pudiera pesar tanto, Thermomix, bolsa de mano y bolso. Se puso los guantes y, antes de abrir ninguna cremallera, preguntó:

- ¿Trae algo de comida?

Aquí lo fundamental era no mentir, está claro. Yo no llevaba nada de comida pero en el momento en que te clavan la mirada preguntándote eso empiezas a tener dudas de si tus calcetines podrán considerarse comida. Aún así:

- Nada de comida.- Y, por si hubiera alguna diferencia entre lo que ese señor y yo definíamos como comida, añadí: - Lo único que puede ser ingerido y digerido de todo mi equipaje son tres botellas de vino.

Eran un tinto, un blanco y un Pedro Jiménez, pero no me pareció recomendable entrar en distinciones de uva.

- Pues a ver si es verdad.

El funcionario abrió las maletas y allí que descubrió el tabaco.

- ¿Esto es todo lo que trae de tabaco?

- Bueno, y otro cartón en el bolso.

- Fine, this is not a problem.

Vio los vinos, que no le llamaron la atención en absoluto (y eso que uno de ellos era un Protos Gran Reserva) y a continuación arremetió con la Thermomix, que era su verdadera preocupación.

- ¿Entonces esto qué dice Ud. que es? ¿Una comida de qué?

- No, comida de nada, es un procesador de comida, sirve para cocinar.

- Ajá. Y ¿ha estado en contacto con comida últimamente?

Allí que veo peligrar mi Thermomix y digo con grandes aspavientos:

- Huy, qué va, hace como medio año que no la usamos.

- Bueno. ¿De dónde dices que vienes?

- De España.

- España, ¿eh? (aquí una pausa para situar España en su mapamundi mental).- Ahí tuvisteis vacas locas, ¿no?

- ¿Vacas locas?- Pienso “sí, yo conozco alguna” pero digo: - Ssssí… creo que sí hubo algo de eso, hace muuuuuchos años, como en toda Europa.

Y menciono algún país que me parezca que a ese funcionario pueda merecerle algún respeto, como por ejemplo Gran Bretaña. Así que digo lo de Gran Bretaña así con acento británico, no sé por qué; el tío sabía que yo era española y que no tenía nada que ver con Gran Bretaña pero lo dije como si fueran dos palabras mágicas. El hombre abrió la caja, vio mucho papel de burbujas (mi madre había embalado la Thermomix con destreza magistral) y volvió a cerrarla en vista de que allí no cabía ninguna vaca loca.

Gran alivio. Pablo estaba esperándome al otro lado de las puertas correderas y, ya en casa, me recibió una alegre pancarta de BIENVENIDA A CASA. Entre esto y lo bien que me habéis cuidado todos por allí, no puedo pedir más.

Un nuevo canal

Hace mucho tiempo que la gente me pregunta por mis cortos. Muchos, incluso, lo hacen con cierto retintín, como diciendo “¿acaso no estás ahí por eso? Que si no es así, deja de hacer el paripé y vente para acá que hay muchas cosas que hacer”. Pero es que hasta ahora, no había encontrado una manera de colgar los cortos de forma más o menos eficiente. Hoy en día, con tantos avances tecnológicos y tan poca barrera audiovisual, resulta realmente difícil averiguar cuál es la “ventana” idónea para mostrarte al mundo. Al mundo entero, me refiero.

Pero al final, después de mirar aquí y allá, resultó que la opción que más me ha convencido ha sido la de Youtube. Resulta que en dicho servidor existe la opción de crearte una página personal en la que puedes ir subiendo tantos videos como quieras. Esto lo tienen otras redes sociales como Facebook o Myspace. Sin embargo, en Youtube a esta página no le llaman página (ni “tus videos”, que es la opción vulgar por la que ha optado Facebook), sino que le llaman Canal. Y a mí eso me gustó mucho.

En Youtube ahora hay un nuevo canal, el Canal de Pablo Gomez Castro (¡toma ya!), y en él podréis ver los cortos que he hecho hasta el momento. No hace falta que me busquéis. Yo os doy la dirección enseguida. Sin embargo, antes de que os conectéis, y para que no os parezca muy decepcionante lo que vais a ver, creo que es importante que sepáis un par de cosas.

1. Ninguno de los cortos que he hecho hasta ahora es profesional. Son ejercicios. Esto os ahorrará alguna que otra decepción.
2. He colgado todos los ejercicios que he rodado hasta ahora (excepto el primero de todos, que sólo duraba 30 segundos y que estaba desenfocado). No lo he hecho por vanidad, sino porque mi madre me lo ha pedido.
3. Dado que he colgado todos los cortos rodados hasta ahora, creo que es bueno que os cuente un poco la evolución del curso:


Evolución del curso
Como ya sabéis, la NYFA se caracteriza por ser una escuela eminentemente práctica. Y esto se traduce en que casi cada fin de semana tocaba salir a rodar. Lo bueno es que no hemos salido a rodar así “al tún tún”, sino que cada vez había un objetivo determinado.

La primera semana nuestra tarea consistía en contar una historia de 30 segundos en un solo plano. No me extiendo más porque este corto no lo veréis. Como ya he comentado antes, está desenfocado y, total, sólo son 30 segundos.

La segunda semana se trababa de demostrar que sabíamos contar una historia en varios planos respetando la continuidad de acciones (ejemplo: si estoy en el sofá y me levanto, no vale que en un plano esté sentado y que en el siguiente ya esté de pié, sino que tengo que repetir la acción de levantarme en los dos casos y montar luego la imagen para que todo cuadre). Teníamos que rodarlo con unas cámaras de 16 mm. muy antiguas, creo que de la época de la II Guerra Mundial, y no podíamos usar sonido porque se suponía que teníamos que prestar mucha atención a la continuidad. A esta semana corresponde “Cleaning The House”.

La tercera semana nos retaron a trabajar con el sonido. Pero no podíamos usar sonido directo. Es decir, sólo podíamos usar canciones previamente grabadas. Por tanto, sólo había dos opciones: o hacer un videocliop, o hacer el retrato de una persona o situación. Al igual que en los dos casos anteriores, se tenía que grabar en cine con cámara de cuando la guerra. A esta semana corresponde “The Anniversary”.

La cuarta semana pudimos, por fin, pasarnos al digital. Nuestra tarea fue poner en práctica lo aprendido en las tres semanas anteriores, pero esta vez, contando una historia de verdad. El proyecto tenía que ser B/N y sólo podíamos usar sonido ambiente o banda sonora. A esta semana corresponde el corto “The Trip”. Por cierto, mi primer contacto con actores profesionales americanos.

Después de este corto hicimos un parón, tuvimos unos días de descanso y dimos por cerrada la primera parte del curso: la introducción al cine tal y como se hizo en su día, desde los inicios.
Semanas después llegó nuestro primer contacto con el color, el sonido sincronizado y la dirección de actores. Todo de una vez. El ejercicio resultante de esta fase es el titulado “Overwhelmed”.

Y hasta aquí, lo que he hecho hasta ahora. La semana que viene trabajaremos el punto de vista, que ya sabemos que no es lo mismo contar una historia en primera persona que en tercera. Pero, de momento, sólo tengo escrito el guión.

Ya estáis preparados para conectaros al canal. Sabed que, al igual que en otra red social, podéis dejar comentarios y evaluar mis cortos. No estáis obligados, pero las críticas son muy importantes. De verdad. De hecho, en la NYFA nos obligan a hacer proyecciones en público para que nos vayamos acostumbrando a que “el espectador siempre tiene la razón”. Aquí no vale eso de “yo, en realidad, quise contar una cosa que sólo yo entiendo”. Si nadie lo pilla es que lo has hecho mal. Y punto.

Espero que os haga ilusión:

www.youtube.com/user/pablogomezcastro

El reparto y la brevedad

En este matrimonio que vienen siendo Pablo y Julia, como en todas las asociaciones eficientes, hay un reparto de tareas tácito. Es algo que nunca se estableció explícitamente y que rara vez se menciona pero que ha ido sedimentando con el tiempo de forma tan imperceptible como irreversible. Hasta que un día te preguntas ¿Por qué él nunca compra el tabaco que fumamos los dos? ¿Por qué no fríe ella las patatas? Bien que las come con fruición cuando están hechas. Todas las preguntas tienen una respuesta, normalmente irracional. Por ejemplo: “porque mi inconsciente sigue convencido de que, si no compro tabaco, estoy un paso más lejos de tener cáncer de pulmón”; o “porque ella se enzarza en batalla sin cuartel con el aceite caliente saltarín”. Pero la respuesta real es otra y siempre la misma: porque a ti te da pereza y el otro lo hace antes. No necesariamente mejor ni más rápido, sino antes. Se te adelanta porque le sale de forma natural. Así, por ejemplo, Pablo se encarga de cambiar las bombillas cuando se funden y Julia se encarga de este blog. Lo que queremos deciros con esto es que asumo toda la culpa en el retraso de las entregas y en la pesada longitud de éstas cuando las entregas llegan.

Hoy seré breve.

Se va acercando diciembre y aún no pasamos frío: hoy hemos tenido máximas de 19 y mínimas de 11. Sin embargo, Pablo gusta de pasar frío en previsión, por lo que, de vez en cuando, se estremece pensando en el frío que hará en enero.

Somos muy felices pero comemos bastante peor de lo que solíamos. Esto se debe en parte a que ya no tenemos Thermomix (carraspeo impertinente). También se debe a que no sabemos cómo se dice “tapa plana” (la carne necesaria para los rollitos de carne rellenos de sobrasada y apio, receta estelar de mi madre), a que no hay puntas de calamar congeladas tan baratas como las de La Sirena y a que casi todo es carísimo.

Mientras Julia escribe esto, Pablo está alquilando un disfraz de pollo para el corto de su amigo Marcio.

Tras cuatro meses de espera y suspense, Julia ha tenido noticias por fin de la beca Fulbright del Ministerio de Cultura. Ha sido preseleccionada y el 4 de diciembre tiene una entrevista eliminatoria en Madrid. Después de eso, quién sabe cuántas semanas de mayor espera y suspense. A cambio, aprovechará su visita para veros a muchos de vosotros.

Se acerca el cumple de Pablo: 30-N.

El otro día, Nina nos invitó a una cena tipo Acción de Gracias en casa de su hermana. Thanksgiving es el día 26 (el cuarto jueves de Noviembre) pero ya la semana pasada comimos pavo con salsa de arándanos, puré de boniato, mazorcas de maíz y otros manjares típicos de estas fechas.

A pesar de las batallas administrativas emprendidas, para la New York University, Julia sigue apellidándose Sontana.

Gracias a Isa y Jesús, ya somos suscriptores de la Time Out.

Aquí ya han empezado las Navidades.

Los Angeles – segunda (y última) entrega

El sábado nos despertamos al olor de las ricas tortitas que había preparado Marga y que, con la hospitalidad que la caracteriza, había defendido ferozmente de sus hijas para que nos dejaran alguna. Desayunamos y nos metimos en el coche rumbo a Universal Studios, donde está el campus de la NYFA en el que Pablo estudiará el año que viene.

A la luz del día, Los Angeles resulta aún más enigmática. Es sorprendente, por ejemplo, que haya tantas tiendas de cosas que no parecen de primera necesidad: disfraces, lanchas, flores. También hay mucho salón de bronceado, peluquerías caninas, consultas médicas, bares de copas y tiendas de artículos usados, siendo este último término el único criterio que aúna su contenido: cazadoras usadas, lápices usados, libros usados, jarrones usados. A cambio, se ven pocas fruterías, farmacias, supermercados y ferreterías. A cada rato, ves un cartel de “se alquila para rodajes”: puede ser un descampado, un coche, una nave industrial, un bar, un caballo o hasta una persona. A todo esto, hay que añadirle que, como era Octubre, no había casa, tienda ni local sin decoración Halloweenesca. ¿Pues no os queréis creer que las calabazas son lo de menos? Quién más quien menos tiene un gato negro de plástico con su lomo erizado y todo, sombreros de bruja (o brujas enteras), escobas, arañas, fantasmas y (no os lo perdáis) telarañas (de poliéster, imagino) que se cuelgan como guirnaldas del rincón más insospechado: verjas con telarañas, estanterías con telarañas, bugambillas con telarañas. En Nueva York lo de las telarañas es peor todavía porque aquí no se sabe si son de poliéster o de no limpiar nunca. Por cierto que prometo nueva entrada para Halloween; fue espectacular.

Salvo cuatro rascacielos repartidos al tuntún en lo que han tenido a bien denominar “downtown” (pero que no es el centro de la ciudad ni mucho menos), los edificios son bajos y parece que los han construido sin habérselo comentado a ningún arquitecto: pequeñas naves industriales distintas unas de otras sólo por el cartel de la fachada, que a su vez sólo se distingue del resto de paredes porque es la que da a la calle.

Atravesamos el paseo de la fama y, si no llega a ser porque Pablo se fijó en las estrellas de la acera, no nos hubiéramos enterado de que era ni paseo ni famoso. Al poco rato, pasamos por delante del teatro Kodak, ése en el que se celebran los Oscars cada año. Quedamos pasmados ya no por lo hortera que es (para los jeroglíficos gigantes ya estábamos preparados), sino por lo cutre y lo arrinconado que está. Lo comparamos con la imagen mental que tenemos de la llegada de las estrellas a la alfombra roja la noche de los Oscar y llegamos a la conclusión de que deben de acordonar y enmoquetar un buen trozo de calle, así como construir un montón de chiringuitos de prensa para que aquello luzca como luce. Si no, no se explica.

Ingenuos de nosotros, habíamos salido de casa pensando que unos estudios tan grandes y famosos no podían ser difíciles de encontrar. No nos faltaba razón: guiados por el famoso cartel de Warner Bros y esos depósitos de agua que hemos visto mil veces en el cine, dimos con Universal Studios en seguida. El problema fue que encontrar la NYFA allí dentro era lo más parecido a buscar una aguja en un pajar. Cuando ya la habíamos encontrado por nuestros propios medios (el sofisticado método de preguntar que por dónde es), vimos un cartel indicativo que se diría puesto a pitorreo, ya que verlo era mucho más difícil que dar con la propia escuela. La nifa de allí nos pareció pequeña pero muy bien equipada. Lo mejor de todo es que alquilan los platós de la Universal para sus estudiantes, así que Pablo rodará sus cortos en un auténtico pueblo de cartón-piedra, con su salón del Oeste, su iglesia, su pozo, su plaza, su fuente y su un montón de sitios en los que nunca se te hubiera ocurrido ambientar un corto.

Tras una parada en casa para reponer fuerzas, visitamos el campus de UCLA, que es exactamente como te imaginas que tiene que ser el campus de una universidad americana: ajardinado, enorme y casi hasta elegante. Luego, nos acercamos hasta USC pero, como ya era tarde y de noche, no vimos gran cosa.

Esa noche salimos a cenar con Ricardo, un compañero de beca que está estudiando cine en Pasadena, y con Arturo y su mujer, Mónica. Arturo es un chico de Madrid que acaba de empezar el Peter Stark, el Master en el que Julia quiere entrar el año que viene. Después, copas sorprendentemente baratas (será que ya nos estamos acostumbrando a los exorbitantes precios de NYC) en un local “cubano” en el que la especialidad de la casa eran las margaritas (esta pobre gente tiene un cacao con lo latino…)

Domingo. Pablo vuelve esta noche a casa pero el día nos cunde que no veas. Por la mañana, trabajamos en casa y a la tarde cogemos el coche otra vez. Subimos a Mulholland Drive que, además de una película, es una carretera de ésas que se encaraman a las montañas. Damos con un mirador y desde allí atisbamos, por fin, las famosas letras de HOLLYWOOD. Menos mal, porque a punto estuvo Pablo de marcharse con el disgusto de no haberlas visto. Luego quedamos con Begoña, que hizo el Peter Stark hace unos años y ahora está trabajando en Los Angeles, por lo que está aconsejando a Julia con el proceso de admisión. Entre bocado de tarta y bocado de tarta, Begoña va soltando sus consejos. Una tarde muy productiva.

A eso de las ocho, a pesar del calor, Pablo se calza las botas de invierno y Julia le lleva al aeropuerto. Nos damos cuenta al despedirnos de que es la primera vez que vamos a pasar tres días separados desde… no sabemos desde cuándo.

Lunes. Mientras Pablo amanece en Nueva York habiendo dormitado en el avión, va para casa, duerme otro rato, imprime sus deberes, se ducha y se dirige diligente a la escuela, Julia visita el campus de USC (la universidad que imparte el Peter Stark) guiada por Arturo. USC, la University of Southern California, tiene un campus inmenso en el que están las distintas escuelas: entre otras, la de Cine, que es donde quiere entrar Julia. Un paréntesis. El sistema universitario americano tiene sus particularidades. Resumiendo mucho, digamos que por un lado está la universidad y, por otro, las distintas escuelas que ésta alberga, que vendrían siendo el equivalente de lo que en España denominamos facultades. La mayor diferencia no está en la denominación, sino en que las escuelas operan con mucha autonomía. Para que os hagáis una idea, cuando solicitas acceso a un Master o a cualquier grado, te diriges por un lado a la Universidad y, por otro, a la escuela. Es esta última la que toma el 90% (cuando no el 100%) de la decisión, pero tú tienes que hacer el papel frente a las dos y a cada una tienes que venderle la moto que quiere comprar. Es curioso.

El campus de USC está lleno de jardines y paseos pero, comparado con el de UCLA, resulta bastante feo, más que nada porque los edificios son así como ochenteros. Los edificios de la escuela de cine establecen un gran contraste: son nuevos (de hecho, hay dos que no estarán listos hasta el año que viene) y se alzan con toda la pompa que puede esperarse de una facultad de cine en Hollywood. Debido a mis escasos (qué digo escasos, quiero decir nulos) conocimientos de arquitectura, me resulta difícil describirlos pero os diré que me remitieron a un decorado de película muda ambientada en Babilonia. Arcos, pérgolas, palmeras. Ésas son las tres imágenes que me vienen a la cabeza cuando intento recordarlo.

Al día siguiente, tuve mi entrevista en USC, el motivo principal de nuestro viaje a Los Angeles. La verdad es que no fue nada del otro mundo. Estuve hablando una horita con uno de los dos personajes que deciden quién entra y quién no. Me pareció un tipo bastante soso, por lo que pensé que yo también debí de parecérselo a él. En mi opinión, nuestra conversación fue muy poco interesante y casi acabé haciéndole más preguntas yo a él que él a mí, más que nada porque me daba la sensación de que, si no preguntaba yo, la conversación languidecería hasta morir de aburrimiento. Como es lógico, salí de allí algo decepcionada. Eso sí, yo le había contado al señor todo lo que tenía que contarle (que estaba solicitando acceso a otras muchas escuelas, pero que ellos eran mi primera opción, que estaba en contacto con alumnos y exalumnos, que conocía bien el programa, que tenía muy claros mis objetivos profesionales, etc), por lo que mi conciencia quedó tranquila; yo había hecho todo lo posible para que el viaje me cundiera. Más tarde, comenté la jugada con Arturo y con Begoña y los dos convinieron conmigo en que las habilidades sociales del entrevistador eran escasas, así como en que su sosez era legendaria y en que no tenía que preocuparme. El tiempo dirá.

Después de la entrevista, fui a otra universidad que quería visitar y que está en Orange, un pueblo a unos 40 minutos (en coche, por autopista y sin perderse) de Los Angeles. Orange es el típico barrio de casas con jardín que parece que no conozca otra cosa que el cielo azul y el suelo soleado: verja blanca, perro y bandera americana en cada puerta. La escuela de cine de esta universidad también es nueva y las instalaciones son francamente impresionantes pero sus programas tienen menos prestigio que los de UCLA o USC; los profesores tienen menos solera y los exalumnos también. ¿Cómo se mide la solera? Como sabéis, en Estados Unidos todo es objetivable y cuantificado. He aquí un dato que pregona USC a los cuatro vientos: desde que se inauguró su escuela de cine allá por 1973, todos los años al menos uno de sus alumnos o exalumnos ha recibido una nominación al Oscar. Al menos uno cada año. Son muchos años, así que la escuela tiene su propia estrella de la fama. Y, como dice Steven Spielberg: si, un día, todos los exalumnos de la escuela decidieran tomarse el día libre, Hollywood quedaría paralizada. Por cierto que Spielberg solicitó acceso hasta tres veces a la escuela y no le admitieron nunca porque tenía una nota media de expediente muy baja. Ahora, el edificio principal lleva su nombre. Por mucho que se empeñen los yanquis, hay muchas cosas que no son cuantificables. De hecho, nada de lo que importa lo es.

De vuelta a Los Angeles, compré un par de botellas de vino para Marga y Taylor y una tarta de chocolate para las niñas. Esa noche, mi última noche allí, salimos a cenar a un mexicano muy típico (típico de Los Angeles, no de México, claro): camareras ataviadas con falda larga, mandil floreado y camisola a juego; paredes llenas de cuadros con motivos folclóricos y decoración kitsch en general. Lo pasamos muy bien y, al llegar a casa, comimos tarta en la cocina. Me sentí como una más de la familia.

El miércoles por la mañana, mientras conducía hacia el aeropuerto ya sin necesidad de mapas, pensé que, con todo lo extraña que me había parecido Los Angeles, podría llegar a considerarla mi casa. Al menos, tanto como me lo parece ahora Nueva York: siempre que Pablo esté en ella.

Los Angeles - primera entrega

El viernes pasado, partimos para Los Angeles. La falta de perspectiva que inevitablemente arrastramos por el hecho de ser europeos puede hacernos pensar que volvar de NY a LA es como ir de Barcelona a Berlín – “Bueno, quizá un poco más, que EE.UU. es muy grande” – piensas creyendo que estás siendo prudente. La realidad es que son casi seis horas de vuelo, es decir, lo mismo que cruzar el Atlántico. La ida no es tan traumática porque en LA es tres horas más pronto, de manera que si sales de aquí a las seis de la tarde, llegas allí a las nueve de la noche (para ti son las doce). Pero la vuelta es dramática: si, por ejemplo, sales de allí a las once de la mañana (que implica madrugar), llegas a NY a las ocho de la tarde hora local. Total, pierdes el día. Pablo tenía una clase muy importante el lunes a mediodía, por lo que la única forma de que el fin de semana le cundiera mínimamente era que volviera el domingo por la noche dormitando en el avión y llegando a NY a las nueve de la mañana. En este país, en el que a todo le ponen nombre, a eso lo llaman volar "red eyed" porque evidentemente al día siguiente tienes los ojos en orujo.

Volviendo al viernes. El avión salía a las 18:20 porque Pablo tenía clase por la mañana. Encarámate a los altillos para sacar la ropa de verano, reserva el coche que vas a alquilar, haz el check-in online, imprime los itinerarios y, mientras haces las maletas, échale un vistazo al mapa de Los Angeles, que no te haces una idea de lo grande que es esa ciudad.

Salimos de casa a las 16:00 y nos acercamos a Houston a pillar un taxi. En cuanto ven nuestras maletas, los taxis aceleran y pasan de largo: no quieren parar porque resulta que la mayoría van hacia su cambio de turno en Lafayette (muy cerca de casa) y un viaje al aeropuerto no entra ahora en sus planes. Por fin conseguimos un taxi y nos atascamos en la autopista hacia JFK. Un colón de cuidado: si el trayecto normalmente dura unos 45 minutos, esta vez nos toma más de hora y media. Llegamos al aeropuerto cuarenta minutos antes del embarque. Y ya no estamos a tiempo de facturar las maletas porque el límite es una hora antes. Consternación: perdemos el vuelo. El próximo de DELTA sale en dos horas pero ya está lleno. El de la noche, también. La única alternativa es volar el sábado por la mañana – cosa que implica que volvemos a casa y Pablo se queda en NY porque evidentemente no le compensa volar el sábado para volver el domingo. American Airlines tiene un par de vuelos a LA esa misma tarde pero el personal de tierra de Delta no puede decirnos si hay plazas libres en ellos. American opera desde la terminal 8 y estamos en la 4. Resignados y cabizbajos, nos dirigimos hacia el shuttle que va a llevarnos hasta la terminal de American. La chica que nos ha atendido se apiada de nosotros y nos alcanza cuando estamos cruzando la puerta: nuestras maletas son pequeñas, tal vez podemos intentar pasar el control de policía. Nos requisarán todo lo que sea líquido pero a lo mejor nos compensa. Abrimos las maletas: tendremos que dejar atrás el frasco de perfume recién comprado, líquido de lentillas, pasta de dientes, desodorante, quitaesmalte… de todo. Pero, comparado con comprar dos billetes nuevos, compensa. Lo intentamos. Al llegar al control, atropellado diálogo con los policías para explicarles nuestro problema. Debemos de dar mucha pena (seguro que el hecho de que estemos descalzos ayuda) porque vuelven a apiadarse de nosotros: nos requisan parte del material, pero a Julia le dejan conservar su frasco de perfume y el líquido de las lentillas. Cruzamos el control más felices que dos perdices y nos dirigimos a la puerta de embarque. “Todavía” no hay nadie haciendo cola así que nos paramos a comprar unos noodles, que no hemos comido nada con tanto ajetreo y nos morimos de hambre. Estamos en la cola de los noodles cuando a Julia le da por acercarse otra vez a la puerta de embarque y preguntarle a la azafata: “¿Éste es el vuelo que va a LA?” “Yeah”, me contesta la negra. “¿Todavía no embarcamos?”, pregunto yo temerosa de la respuesta, pues las negras son muy suyas. “Woman, yeah we boarding, we on last boarding call, GO GO GO!” Madremía madremía madremía. No es que TODAVÍA no hubiera cola para embarcar, es que YA había embarcado todo el mundo. Corre hacia Pablo, que ya tiene las cajas de noodles en las manos y está a punto de pagar: “Vamos, Pablo, ya están embarcando y a punto de cerrar el avión, no hay tiempo para noodles”. Pablo me mira perplejo mientras agarro mi maleta y me disculpo ante la señora de los fideos “I’m sorry, we have to go”. Emprendo la carrera hacia la puerta de embarque y, sintiendo que Pablo no me sigue (en ningún sentido), me doy la vuelta. Lo veo paralizado, aún agarrado a su caja de fideos, el corazón dividido entre los noodles y yo. “Vamos”, insisto, “o nos quedamos en tierra”. Reacciona por fin, aturdido ante tanto “rescate de última hora”, abandona los fideos como quien deja a un cachorro indefenso en una triste perrera y me sigue sin saber bien qué está haciendo. Corremos por la pasarela –larguísima- entre carcajadas nerviosas, intentando digerir que es la segunda vez en veinte minutos que hemos estado “a punto de”. Al llegar al avión, los azafatos señalan el hecho de que mi maleta supera el tamaño máximo permitido para el equipaje de mano pero a esas alturas estamos ya de vuelta de todo por lo que respondo con una sonrisa. “Sí, tus compañeros de check-in han hecho una excepción”. No le doy opción a rechistar, por lo que nos dejan entrar. Diez minutos después de habernos sentado, aún no damos crédito. Qué suerte hemos tenido – TRES veces. Durante el vuelo, Pablo saca sus deberes y se pone a dibujar el story board del corto que tiene que rodar la semana que viene. Así de apurado va de tiempo.

Llegamos a Los Angeles de noche y buscamos el shuttle que nos lleva a Hertz. Allí, tras una larga cola, nos atiende un agente excesivamente amable (incluso le dice a Pablo que le encantan sus gafas), señal inequívoca de que nos la quiere dar con queso. No es que las gafas de Pablo sean feas pero saltaba a la vista que ese señor no tenía criterio estético alguno, por lo que había alabado sus gafas como podría habernos dicho que le fascinaba Barcelona: todo subterfugios para ganarse nuestra confianza y dejar que nos diera “the best deal I can get you” – que por supuesto era más caro que el que habíamos visto online. Suerte que hemos visto muchas películas y este hombre desprendía un tufillo a vendedor de coches de segunda mano que nos hizo sospechar en seguida. “Que no, que no, que no queremos GPS ni neumáticos recién cambiados ni el coche más guachipiruchi que tengas, que queremos LO MÁS BARATO, así de claro te lo decimos”. Por fin salimos de ahí en nuestro flamante Toyota Corolla blanco. Automático, por supuesto, y mucho más grande que cualquiera de los coches que hayamos conducido hasta la fecha.

Nos alojamos en casa de Marga, amiga íntima de Raquel que lleva quince años viviendo en LA con su marido Taylor –actor y conocedor de todos los vericuetos de la industria- y sus dos hijas (monísimas, simpáticas y muy educadas): Alexandra y Lee. La familia es encantadora. Viven en West Hollywood, hacia donde Julia conduce y Pablo copilota (qué sería de nosotros sin Google Maps). Es de noche y parece que estemos en “Collateral” (película que, a pesar de estar protagonizada por Tom Cruise, os recomendamos). Los carriles son anchísimos, todas las calles son de doble dirección (por lo que los giros a la izquierda son de miedo), se puede girar a la derecha cuando tu semáforo está en rojo y no existen los cedas porque en los cruces sin semáforo tiene prioridad "el que haya llegado antes" (a veces es difícil dirimirlo, sí, pero no suele llegar la sangre al río). Muchas calles tienen nombres españoles que, pronunciados a la inglesa, resultan indescifrables. Por ejemplo, “La ciénaga” se pronuncia “Lah Sienehgah”. A pesar de todo, llegamos sanos, salvos y sin habernos perdido por el camino. Marga y Taylor nos reciben con una cerveza. Una casa preciosa con jardín y decorada con buen gusto, cosa excepcional en el país. Caemos rendidos en la cama.

La venganza de Spiderman

No me considero especialmente gruñona pero tengo que reconocer que tengo un punto misántropo. Esto lo noto en que hay cosas de los demás que me molestan mucho. Me molestan hasta extremos insanos. Concretamente, me pone muy nerviosa la gente que no parece tener consciencia del peso ni el volumen de su propio cuerpo. Por ejemplo, van andando por la calle y se paran de repente, sin mirar si viene alguien por detrás. Si tus frenos no son de primera, sueles comerte su parachoques trasero (cosa que a ellos les sorprende mucho, claro, porque no son conscientes de que están hechos de materia newtoniana, que por tanto se halla sujeta a las leyes de la gravedad, la inercia y demás). Es la misma gente que, cuando llega el metro al andén en el que están esperando, se pone delante de las puertas de entrada – que también son las de salida, claro. Algunos lo hacen porque tienen mucho morro pero la mayoría lo hacen porque piensan que es lo más efectivo: me pongo delante de la puerta y así cuando se abra entro en seguida. Lógica aplastante. Supongo que piensan que van a TRASPASAR los cuerpos de quienes salgan. Obviamente, ese intercambio nunca se produce de la forma suave que imaginan y terminan entre empujones sin saber por qué. Tengo amigos y familiares que son así y no les quiero menos por ello, porque compensan esa carencia con maravillosas virtudes. Pero cuando veo un desconocido que se comporta así, alguien cuyas virtudes compensatorias desconozco, me entran ganas de mirarle el número de serie y llamar a la Fábrica de Humanos para que descataloguen su modelo para siempre. O, en otras palabras, me invade un deseo incontrolable de matarlo y aniquilar toda su descendencia, la que ya haya tenido la fortuna de nacer y la que existe sólo en potencia. Sin duda, tengo un punto misántropo.

Pues bien, Spiderman castiga sin piedra ni palo, que quiere decir que a los malotes siempre nos llega nuestro merecido:

Hoy he salido de casa a eso de las seis de la tarde. Hacía mucho frío, llovía y soplaba un buen vendaval. Así que me he abrigado como bien he podido: mis botas FLEXA impermeables, que son cualquier cosa menos femenina (de hecho, Pablo las llama “las botas de Superman”), un abrigo anchote de pana verde de Lourdes Bergada del tipo “soy tan estilosa que me echo cualquier cosa por encima y estoy monísima” (y, en efecto, si lo llevara Kate Moss, sería la cosa más “cool” del mundo, pero como lo llevo yo Pablo lo llama “tu abrigo El Orfanato”, supongo que porque le recuerda al saco que lleva Tomás en la cabeza) y tres capas de jerséis y demás piezas debajo. Aparte de eso, los guantes, el bolso y el paraguas. Total, iba hecha un auténtico gnomo. Al mirarme en el espejo, he comprendido en plenitud la frase “Ande yo caliente, ríase la gente”.

Así pertrechada me he ido a clase de “TV Programming and Scheduling”. La clase es maravillosa pero a lo que vamos. Al salir, he ido a hacer unos cuantos recados y ahí ha sido cuando he sentido cernirse sobre mí la venganza universal por todas las veces que he deseado aniquilar a los patosos del mundo. Para empezar, el paraguas, endemoniado por unas corrientes que en cada esquina cambiaban de dirección, se ha convertido en mi peor enemigo. Hasta tal punto que he decidido cerrarlo y mojarme, porque corría el riesgo de sacarle un ojo a algún viandante o, lo que es peor, de sacármelo a mí misma. Como no llevaba lentillas, sino gafas, en cuanto me caían cuatro gotas en el cristal ya andaba ciega. Por otra parte, cada vez que entraba en una tienda tenía que empezar a desvestirme. Al principio he intentado desabrochar cremalleras y botones antes de quitarme los guantes: craso error. Luego, he decidido empezar por quitarme los guantes, pero entonces tenía que abrir el bolso para meterlos dentro, o introducirlos en un bolsillo (a riesgo de perderlos) intentando que el paraguas mojado no me empapara las manos. Así que peor el remedio que la enfermedad. Sacar la cartera era un drama, y siempre que me encontraba en medio de una de éstas delicadas operaciones me daba cuenta de que estaba cerrándole el paso a algún que otro cliente, o al personal que repone producto en las estanterías. Evidentemente, cuantos más recados hacía, más cargada iba, por lo que la dificultad de manejarme con dignidad crecía de forma exponencial. Ya llegando a casa y cargando, aparte de mi cuerpo maltrecho por tanto bandazo, un buen avituallamiento de material de despacho (entre otros, un paquete de papel bien pesado), no he podido resistir la tentación de entrar al supermercado de al lado de casa, el Gracefully. Irónico nombre, porque no podía haber en ese lugar cosa menos graciosa ni más graciosa que yo: nadie con menos gracia (como elegancia) pero tampoco nadie más gracioso (como “ríase la gente”). Nuestra despensa está vacía y me había propuesto hacer un arroz con verduras, así que he entrado hasta la zona de frescos con el objetivo de hacerme con un par de cebollas, un calabacín y unos champiñones. En la batalla que mi bolso, mi paraguas y yo hemos emprendido contra las bandejas de fruta y verdura, han acabado rodando por el suelo dos lechugas y una cabeza de ajos. Por no mencionar la cantidad de veces que los bajos de mi abrigo han acariciado la tragedia: el Gracefully es un supermercado pequeño, de pasillos estrechos y esquinas peligrosas, por lo que a punto he estado de derramar la estantería de la soja. Por un momento, me he visto teniendo que comprar el local entero para compensar mi desaguisado. He pagado mis víveres sin atreverme a mirarle a la cara al dependiente chino (¿Habrá visto cómo me agachaba para devolver las lechugas rebozadas a la estantería?) y he salido de ahí con la mayor dignidad que he sido capaz de reunir tras tanto desatino. En cuanto he llegado a casa y me he deshecho de las numerosas armas de destrucción pasiva que llevaba encima, me he sentado a escribir esto para recordarme a mí misma que, me guste o no, los patosos también tenemos derecho a habitar este planeta.

Febriles

El domingo pasado disfrutamos de la excursión en helicóptero que nos regalaron María, Ana y Sergio. Nada más llegar a NY, hubo un accidente en uno de estos vuelos en helicóptero en el que murieron cinco turistas italianos. Esto, sumado al vértigo de Pablo, nos planteó algunas dudas, pero también pensamos que, después del accidente, se tomarían mayores precauciones que nunca. Tuvimos suerte con el tiempo: un día espectacularmente soleado y claro. Aparte de la piloto (¿pilota?), sólo íbamos cuatro personas más abordo y cabíamos justitos, por lo que podéis haceros una idea de lo pequeño que era el aparato. Teníamos la sensación de que el helicóptero se mantenía en el aire casi por arte de magia y de que pilotarlo consistía más en estabilizarlo que en propulsarlo en una u otra dirección. Desde el cielo, la ciudad parecía una maqueta perfecta. En cierto modo, la vista que se obtiene desde arriba resulta aún más familiar, por aquello de que las películas muestran tantos planos aéreos de Nueva York. Viéndolo desde arriba, entendimos la belleza del Empire, que a pie de calle parece una insulsa mole de hormigón. Ésta debía de ser la visión que tenía el arquitecto de su maqueta y, la verdad, visto así, el edificio, aparte de alto, es muy elegante. Lástima que el arquitecto no pensara que uno rara vez tiene la ocasión de subirse a un helicóptero. El paseo se nos hizo corto, como pasa con todo lo que se disfruta intensamente.

Para volver a casa, intentamos coger el metro en Wall Street, pero la parada estaba cerrada debido a un rodaje. Efectivamente, Julia recordó que había visto en los partes de rodaje que ese fin de semana Pressman rodaba “Wall Street 2” en la parada de Broad St. Como su nombre indica, se trata de la segunda parte de “Wall Street” (Oliver Stone, 1987), aquella peli sobre agentes de bolsa protagonizada por Charlie Sheen y Michael Douglas que puede que algunos de vosotros recordéis. Aquí fue un inmenso hit por la crudeza con la que reflejaba la vida y los (cuestionables) valores de los tiburones de las finanzas, y esperan la secuela con expectación.

De camino a casa, parada en WholeFoods para comprar los víveres para la noche: cena en el loft con los Hausman. Gran incertidumbre a lo largo de la tarde, porque no habíamos confirmado la cita desde que la habíamos fijado, varias semanas atrás, y no estábamos seguros de que los Hausman fueran a acordarse de venir. No parecía “muy Tracy” no haber reconfirmado asistencia el día antes, pero tampoco parecía “nada Tracy” olvidar un hito en su agenda. A mediodía le mandamos un mensaje que no contestó, y luego otro. Silencio. A las 7, media hora antes de la hora en que estaban citados, Julia la llamó. No había recibido nuestros mensajes y parecía inmersa en una debacle doméstica (luego averiguamos que estaba lidiando con la mayor de sus hijas – o, más concretamente, con el hecho de que ésta tenía que entregar unos deberes al día siguiente y necesitaba la ayuda de sus padres). Total, sí que vinieron, puntuales y arreglados para la ocasión.

Pablo había preparado una deliciosa crema de calabacín y una de sus recetas estelares de segundo: pollo con nata y champiñones. Patatas al horno de guarnición. Lo primero que dice Michael al cruzar el umbral “Wow! You have a better sense of style than we do!” a lo que añade Tracy, por si la situación no fuera ya lo bastante incómoda: “Bueno, no es que eso sea decir mucho, cariño”. Risas nerviosas; estamos de acuerdo –con las dos apreciaciones–, de manera que no parece muy buena idea desmentirlo y quedar de hipócritas, pero tampoco es el mejor momento para darles la razón. Julia sale al paso pidiéndole a Michael su americana y Pablo se arranca a hablar de IKEA y nuestras hazañas de bricolaje, que siempre dan mucho de sí. La cena estuvo plagada de momentos extraños. Seguramente porque es uno de esos temas que “no conviene tocar”, acabamos hablando de religión: Julia preguntó por Yom Kippur (curiosidad genuina) y a partir de ahí la cosa se descontroló. Todos sabéis cómo es Pablo. Pues bien, en inglés lo es todavía más. No queremos decir guapo o bien vestido –eso lo es igual en todos los idiomas (mucho)-, sino irreverente y poco diplomático. Le preguntaron si era religioso y se declaró agnóstico. Al entrar en detalles, no obstante, Tracy apuntó que parecía más bien declarada y estrictamente ateo. No es de extrañar, pues Pablo arguyó literalmente que las religiones le parecían una gran invención, como la rueda o las ollas a presión: una ficción que el ser humano necesita. Por si su punto de vista hubiera quedado difuso, comparó a Dios con Spiderman. Tracy aportó argumentos conciliadores y hubo cierto acuerdo entre los comensales en que las religiones eran algo que estaba bien “usar”, una herramienta útil para los pueblos y los individuos. A todas éstas, Julia se preguntaba si Pablo era consciente de que estaba compartiendo mesa con un matrimonio judío practicante. Cuando los Hausman le preguntaron si convenía con las opiniones de su marido, Julia miró a Pablo haciéndose la sorprendida (mera pose, claro) y dijo que en inglés sus juicios parecían mucho más radicales que cuando los emitía en castellano, probablemente porque en su segunda lengua no tenía a su alcance toda la parafernalia semántica y gramática necesaria para expresar moderación y demás herramientas diplomáticas. Michael rió y luego dijo que era bonito poder estar en la otra punta del mundo, solo y perdido, entrar en una sinagoga, y encontrarse con que allí todo le era familiar. Parecía el momento perfecto para asentir y sacar el postre, pero Pablo dijo: “Sí, a mí eso me pasa con el steak tartar”. Michael se adelantó al probable silencio incómodo soltando una carcajada y, a partir de ahí, la conversación viró afortunadamente hacia otros asuntos. Nos preguntaron por Josito, que es uno de sus temas favoritos, y les contamos que está convirtiéndose en un experto hostelero. La velada terminó a una hora civilizada.

Esta semana ha sido otra locura. Julia habló con la jefa de desarrollo de Pressman y parece que están poniéndose las pilas para ofrecerle tareas que le motiven más. Escepticismo al respecto. Ya os contaremos.

El viernes, rodaje hasta las tantas en el loft, Pablo dirigiendo y Julia de actriz (pésima, por supuesto). El sábado, otro rodaje en casa. Pablo, agotado, se acostó tiritando de fiebre y con bronquitis. El domingo, madrugó para ir al tercer rodaje de la semana. Como era de esperar, a las dos de la tarde apareció por casa, más enfermo de lo que se había despertado. El termómetro que Julia salió a comprar a toda prisa marcaba 101,8 grados. Fahrenheit, claro, pero aún así son muchos grados: 38,7, para ser exactos. Ahora está en cama a sopitas, jarabe y antipiréticos. Mañana, Spiderman dirá.

Con gripe o sin gripe (Julia está en plan “cuando las barbas de tu vecino veas cortar”), este viernes nos vamos a Los Angeles a visitar universidades y a hacer las entrevistas pertinentes para el Master del año que viene. Seguiremos informando.

Una semana en el infierno (o Bienvenidos al show business)

Esta semana, Julia sustituye a la assistant de Ed en Pressman. No es que desconozca la palabra secretaria, o asistente, es que tengo la sensación de que ser “assistant” es algo intraducible. Sostengo que tener un “personal assistant” te hace peor persona. Porque, la verdad, no se me ocurre ninguna forma moralmente correcta de pedirle a alguien que haga por ti algo que tú podrías hacer perfectamente, pero que no haces porque para eso le pagas una miseria y alimentas su esperanza de que esa humillación le sirva para formarse y llegar, algún día, a delegar tan bien como tú.
El lunes casi no hubo trabajo porque era Yom Kippur, que creo que significa “expiación” en hebreo. Es un día en el que los judíos hacen examen de conciencia, ayunan (o deberían ayunar) y luego des-ayunan a lo grande. Vamos, que es el “año nuevo, vida nueva y a la vejez viruelas” de los judíos. Como Mr. Pressman es más judío que ninguno (tan judío, tan judío, que a veces se marea de lo judío que es), pues ese día lo pasó en uno de los templos más “in” del Upper East expiando con otros judíos ricuelos como él. Aunque creo yo que tampoco expiarían tanto, porque a las cuatro tenía un des-ayuno morrocotudo en el club de campo o equivalente neoyorkino. Con tanto expiar y comer y felicitar el año a la élite casi no tuvo tiempo para dar la tabarra, así que por la oficina estuvo todo bastante tranquilo.
Pero el martes empezó el nuevo año judío. Y el infierno.
Jen se había ido el viernes anterior a Taiwan a enterrar a un abuelo. Mal pensada como soy, cuando me lo dijo se me ocurrió que cómo podía ella haber sabido con tres semanas de antelación que se iba a morir el señor, pero no, no es que lo hayan matado para montar unas vacaciones familiares, es que resulta que en Taiwan los funerales duran un porrón de días, que es algo muy práctico si tienes prole viviendo allén de los mares, porque entre que te entierran y no te entierran tu desperdigada descendencia tiene tiempo de comprar los billetes de avión, apañar una becaria sustituta y hacer la maleta.
Total, antes de irse para Taiwan, Jen me enseñó cuatro cosas. Cuatro: cómo enviar faxes, cómo conectar conferencias telefónicas, cómo pasarle llamadas a Ed y cuál es el protocolo a seguir cuando Ed te dicta un email que has de enviar en su nombre. En vista de tan escaso entrenamiento, y de que me dejó muy claro que Jason (su homólogo en la oficina de Los Angeles) se encargaría de todo, a mí me quedó la idea de que no se esperaría de mí más que lo justito. Pero pasó lo que suele pasar en estos casos: que la china se fue sin dejar claro a sus jefes y compañeros que su sustituta no era ella. Debo decir en su defensa que esa aclaración no debería haber sido necesaria, porque nos parecemos como un huevo a una castaña, pero se ve que sí, que tengo cara de china, porque estoy currando como tal y engañada como una misma.
El problema fundamental es que hace mucho tiempo que Ed y todo su séquito perdieron el norte. Hay tanta gente pendiente de todo que al final el sistema no es nada operativo. Por ejemplo, los mails van con copia a todo el mundo, por lo que es corriente que Ed te encargue algo y, para cuando vayas a hacerlo, te encuentres con que ya está en ello su mujer, o con que otra persona ha decidido que no hacía falta pero no lo ha notificado a todo el mundo a quien inicialmente se envió el mensaje de inicio de gestión. Obviamente, a la gente con quien trata Ed le pasa lo mismo. Así, puede ser que yo llame a la oficina de Menganita para concretar con su assistant una hora conveniente para una llamada, y que paralelamente el tal Jason haga lo mismo, y que nuestras llamadas no se crucen jamás porque Menganita también tiene dos (o más) assistants, todos muy eficientes pero mal coordinados entre sí. Son todos tan estupendos y tienen tanta iniciativa y capacidad resolutiva que forman un auténtico bucle de gestiones sin fin. Es el caos de la eficiencia: por cada reserva, hay un par de anulaciones y una nueva reserva; por cada cita, tres cambios de sitio y ocho llamadas entre distintos assistants; por cada llamada, tres cruces de línea telefónica. Yo, ayer, sin comerlo ni beberlo, me llevé un grito de Mr. Ed – precisamente, por haber sido eficiente y haber hecho lo que se me pedía. Me dijo, entre otras cosas, que aquello parecía un circo, y yo le contesté que, en efecto, francamente, it was quite a circus. Quedó muy perplejo de que me mostrara tan fríamente de acuerdo con él, pero es que de verdad que allí sólo faltan los trapecistas. Parte del circo se solucionaría desentramando esa maraña de interdependencias, es decir, si cada uno hiciera por sí mismo lo suyo y no se dedicara a delegar tareas que tardan más en delegarse que en hacerse. Pero ése no es el único problema.
Un gran obstáculo es que Ed no habla, sino que balbucea. Entre sus palabras siempre hay grandes silencios y rara vez termina y empieza las frases: normalmente opta por o bien empezarlas, o bien terminarlas. La mayor parte de las veces, emite un sonido monótono tipo aaaaeeeeeaaaaa y entre medias suelta algún sustantivo y algún que otro verbo que espera se conviertan en un mensaje con sentido al otro lado de la línea. Cuando construye una frase completa, casi siempre acierta con el orden de los elementos de la frase (sujeto, verbo y complementos). Por ejemplo: “Fulanito me envió un mail ayer”. Pero rara es la ocasión en que logra ordenar las frases para construir un discurso claro. Por ejemplo: “No lo encuentro. Sugería un vuelo charter que era más barato. Sobre el jet privado de Charlie Sheen. Fulanito me envió un mail ayer.” O sea: ¿Puedes por favor buscar en mi buzón de correo un mail que me envió ayer Fulanito en el que sugería para Charlie Sheen un vuelo charter más barato que el jet privado? Además, tiende a omitir la información importante y a repetir muchas veces lo que es irrelevante y se deduce por contexto. He aquí un caso que me viene a la mente: “Tienes que llamarla usando el teléfono”. Ya, pero a quién.
Sentí un gran alivio cuando me di cuenta de que el problema no era yo, ni la cobertura, sino que el hombre habla así. Lo descubrí cuando estaba tomando notas de una llamada que estaba manteniendo Ed con un productor británico. Este último era el típico británico que de tan educado se vuelve entusiasta, de esos que dicen “Fantastic” así con mucho énfasis, pronunciando mucho las consonantes (FanTasTiK) a cualquier bobada. Por ejemplo, tú le dices: “Le paso”. Y él “Fantastic!”. Y tú, “Ya están conectadas las llamadas”. Y él “Wonnnderful!”. Pues bien, este señor no le entendía nada a Ed. Cada tanto le decía “Aha, aha. Bueno, pues a ver si me aclaro. Entonces, lo que tú sugieres es que hagamos esto y aquello”. Gracias a las lúcidas intervenciones del entusiasta pude resumir la conversación que de otro modo hubiera sido indescifrable. Se me escapaba la risa cada vez que Ed dejaba que la conversación se estancara en uno de sus eternos silencios y se oía al británico preguntar si seguía ahí.
A todo esto se suma que yo no tengo información. Por ejemplo, tardé 15 minutos en entender que ese nombre que pronunciaban el británico y Ed tan a menudo durante aquella conversación no era ni más ni menos que el de Godard (y un minuto en intentar recordar si el hombre había muerto, luego me di cuenta de que no, que quienes estaban muertos eran Bergman y Antonioni). A punto estuve de interrumpir para tranquilizarles (estaban muy preocupados porque Godard no les había devuelto una llamada) y decirles que no era desidia sino muerte.
Yo pensaba que esta desinformación podría solucionarla aprendiéndome la cartera de proyectos de Pressman y tirando de Google, de la agenda de contactos de la assistant y de algo de picardía. Pero qué va: la cartera de Pressman es infinita e incógnita (lo que viene en la página web no es más que una muestra) y su agenda de contactos tiene más de 9.000 nombres. Obviamente, mi picardía no da para tanto.
La gran incógnita es si este señor ha llegado tan lejos a pesar de ser así, si lo ha logrado precisamente gracias a ese carácter tan extraño que los demás han tomado por rasgos de genio o si, al llegar a la cima, ha perdido las facultades que le permitieron alcanzarla y ahora esté en la cumbre cual cabra vieja a la que ya no le dan las rodillas para bajar (¿Las cabras tienen rodillas? Un asunto a investigar).
Bromas aparte, ahora mismo veo esto con mucha distancia y, al margen de algún que otro arranque (reprimido, por supuesto) de impotencia, me regocijo en el desmadre que veo a mi alrededor pero temo que llegue el día en que yo sea una de esas personas que, de tanto delegar funciones, ha dejado de funcionar.

Por otra parte, el lunes la jefa de desarrollo por fin me comentó los informes que he estado haciendo estas semanas. Se disculpó por no haberme dado respuesta antes, me dijo que le parecían muy buenos y me pidió unas notas más detalladas sobre el primer guión que analicé. No hizo ninguna crítica, cuando le pedí que profundizara, me dijo “No tengo comentarios, es obvio que sabes lo que estás haciendo, sigue así”. ¡Bien!
Además, el jueves estábamos liadas con una gestión cuando me dijo que era muy buena (“You are so good”, no sé bien cómo traducirlo) y que menos mal que estaba ahí, que estaría de los nervios si no fuera por mí. No es humildad si os digo que no supe qué contestar porque en verdad me sentía como un elefante en una cacharrería. Antes de que me fuera esa tarde para casa me repitió que les había sido de gran ayuda y no lo dijo como lo había hecho otras veces, en plan cortés (“Bye, Julia, thank you for your help today. See you tomorrow.”), sino como si realmente lo agradeciera. También fue muy reconfortante una conversación que tuve con Jason, el assistant de la oficina de LA. Pasó lo siguiente: Ed me llamó diciéndome que el servidor le había rebotado un mail que había enviado a Sutano, yo le dije a Ed que llamaría a la oficina de Sutano para solucionarlo, colgué y, mientras estaba hablando con Sutano y tomando nota de una dirección de mail alternativa, me llegó un mail de Jason en el que me pedía que hiciera lo que justamente estaba haciendo. Colgué, reenvié a Sutano el mail a la dirección alternativa, le llamé para asegurarme de que le había llegado y entonces Sutano me dijo que Ed acababa de llamarle para contarle por teléfono lo que le había escrito en el mail. Como es lógico, me mosqueé y le dije a Jason: “Pero bueno. ¿Para qué me pide que lo haga yo si luego va y lo hace él?” Y Jason me contesta “Bienvenida al mundo de trabajar para Ed. Éste es su modus operandi habitual”. La verdad, me sigue pareciendo que es un desatino (qué pérdida de tiempo, esfuerzo y talento) pero me alivió saber que no lo hacía sólo conmigo porque no se fiara de mí, sino que es su modo de proceder habitual. Suspiro. Cuánta paciencia gastamos en gente que ni nos va ni nos viene.

Se acabaron las semanas

A partir de ahora, ya no numeraremos las publicaciones por semanas porque ha dejado de tener sentido; las cosas que nos pasan se integran en una continuidad temporal que no permite separar las experiencias por semanas. Además, cada vez que nos ponemos a escribir perdemos un tiempo precioso calculando si estamos relatando con retraso o adelantándonos al tiempo. Y, la verdad, es un cálculo innecesario. Así que a partir de ahora colgaremos lo que nos apetezca cuando podamos. Y purrrrto.

Aparte de la integración de Pablo en clase, nos han pasado más cosas. Por ejemplo, hemos descubierto que estamos malditos en lo que a “Le nozze di Figaro” se refiere: compramos las entradas hace unos días y resulta que nos ha coincidido con una sesión de casting que tiene Pablo en la NYFA y la primera clase de Julia en NYU. Las colgamos en Craigslist y generaron bastante interés, pero al final las vendimos a una abogada de Cuatrecasas cuyo interés captamos a través de Nina. Genial jugada, porque así ellos han conseguido entradas a precio razonable cuando ya estaba muy lleno todo, y nosotros no hemos perdido 135 dólares.

También celebramos nuestra primera fiesta en el loft. Hay fotos en Facebook, así que podéis mirarlas… y comentar, que a algunos (ya sabéis a quiénes nos referimos) os vemos mucho de exigir nuevas entregas y poco de comentarlas!

El sábado fuimos a cenar al River Café. Para quienes no lo sepáis, es un restaurante que está en Brooklyn y desde el que se disfruta de una maravillosa vista de Manhattan, así como de pianista en directo y buena comida (no tan buen vino). Julia se calzó un steak tartar de wagyu (esa ternera tan rica que comimos en la boda) y solomillo de segundo. A lo que dice Pablo: “¿Pero tú no decías que no eras muy carnívora?”. Y Julia: “Hombre, no soy muy carnívora si se trata de comer butifarra o hamburguesa de calidad regulera pero, para el steak tartare y el solomillo de primera, soy carnívora como la que más”. Cuando hay que serlo, se es. Pablo, por su parte, se decidió por un primero de atún con foie y una langosta de segundo. En la mesa de al lado había un hombre cenando solo: piel morena, servilleta anudada al cuello, Rolex de oro y deslumbrantes anillos en los dedos pringosos. Talmente como si Joe Pesci (que es ese actor bajo y feo que suele hacer de personaje secundario y muy violento en las pelis de mafiosos) hubiera decidido gastarse en langosta la cuota del último comerciante indefenso. Intentó sacar conversación pero, echando mano de los (benditos) prejuicios, nos abstuvimos de darle bola y dejó de intentarlo tras la segunda ocasión frustrada.

El domingo, después del brunch de rigor, fuimos a localizar para el corto que Pablo tiene que rodar este finde, esto es, estuvimos explorando parques, pensando en los encuadres, en la coreografía de los actores, en la luz, en los posibles problemas de producción, etc. 

Julia tuvo el martes (día 22) su primera clase en NYU. La verdad: eso es una universidad y lo demás son chiringuitos. Bajarse en la parada de metro de Washington Square, que es esa plaza con un arco de triunfo que habéis visto mil veces en fotos, es sumergirse en otro mundo. Si, como le pasó a Julia, vienes directamente de Wall Street (Pressman está a dos calles de la zona cero), entonces la transición es tan abrupta como pueda imaginarse. Todo allí es diferente: sudaderas, camisetas y tejanos en vez de trajes (“suits” llaman aquí a los ejecutivos); ipods en vez de móviles; mochilas en vez de carteras; charlas pausadas frente a las tiendas de libros en vez de gritos atropellados al pie de cada semáforo. Alrededor de la plaza se encuentran los distintos edificios del campus, una ciudad en sí misma. Muchas de las calles de la zona son peatonales, pero no parece que se trate de una decisión municipal; se diría que los coches han desisten de ir porque los estudiantes, lejos de conformarse con las aceras, han tomado también las calzadas. Así que, en medio de una ciudad conquistada por los taxis amarillos y los camiones de bomberos, de pronto se sustituyen los bocinazos y las sirenas por el parloteo de cientos de estudiantes. La gente con la que te cruzas en Washington Square está pensando en sus sueños y en sus proyectos. Independientemente de la edad que tengan (no todo son veinteañeros, ni mucho menos), al entrar en ese mundo dejan atrás el presente porque, en esos momentos y en ese lugar, lo único que importa es su futuro. Y de verdad que se nota en el ambiente.

Nada más desembarcar, Julia se dio cuenta de que sabía a qué aula tenía que ir… pero no tenía ni idea de cuál de todos aquellos edificios la albergaría. Tras un par de preguntas y algo de intuición, dio con el Silver Building y allí por fin encontró la clase. Catorce estudiantes de todos los colores y edades variopintas. La sesión estuvo bastante bien. La profesora es jefa de desarrollo de una buena productora independiente que está empezando a entrar en el cine de estudios. Estuvimos tres horas desgranando la definición básica de las historias que funcionan en cine: “un personaje que nos cae bien lucha por conseguir algo que desea con intensidad y que es difícil –pero posible- obtener”. Entre medias, extractos de “E.T.”, “Extraños en un tren” y otras cuyos títulos no os dirán nada a la mayoría. La asignatura tiene un blog, práctico invento. También hay un libro de referencia que Julia fue a buscar a la librería de NYU al día siguiente. Toda una experiencia. Cruza el umbral de entrada y ve una tienda de ropa: sudaderas de NYU negras, blancas, rojas, moradas; pantalones, camisetas… Más allá, tazas de desayuno, llaveros, mochilas… Todo con el logo de la universidad. “Ah, pues no, no es la librería. Esto es la tienda de merchandising”. Y mientras está dándose la vuelta para salir por donde ha entrado, en ese giro le parece ver algo a lo lejos: ¿Es…? Sí, es una estantería. Se acerca. Hay libros. Infinitos. Lo de las sudaderas era sólo una distracción para neófitos. Para allá que va Julia. Los libros están ordenados por asignatura y encuentra el suyo en seguida. También ve en la estantería contigua los libros de esas asignaturas en las que no ha podido matricularse porque se solapaban con la suya así que, ni corta ni perezosa, empieza a hojear los textos que éstas sugieren y termina haciéndose con uno: “Balancing Art and Business in the Movie Industry”. En los estantes inferiores hay libros más baratos, ejemplares usados por estudiantes en años anteriores que los han devuelto caritativamente (o con hartazgo) y de los que podemos beneficiarnos los demás. Julia pasa varias horas olisqueando cual ratoncillo de biblioteca entre los cursos de literatura y se siente francamente tentada de llevar “The Waves”, de Virginia Woolf, pero se contiene, pensando que la librería no se va a ir a ningún sitio, por lo que de momento no hace falta asolarla. De momento.

Por lo demás, Julia se dedica a preparar sus solicitudes para el año que viene cada vez que tiene un ratín libre, que no es muy a menudo. Mientras espera ansiosa los resultados de la Fulbright (consulta compulsivamente, a diario, la página web de la comisión), planea un viaje a Los Angeles para mediados de octubre. Así conocerá las escuelas en las que quiere entrar y tendrá un primer contacto con esa ciudad desconocida que se supone que tiene que acogernos el año que viene. En la medida de lo posible, iremos juntos.

Pablo, por su parte, va a clase unas cuantas horas al día y dedica el resto a preparar su primer corto. Por cierto, muchos os habéis quedado con la duda de cómo se presentó en su primer día en la NYFA. Pues ahí va: “Hi, I’m Pablo, I am from Barcelona (Spain), I’m going to take the MFA in Filmmaking and I used to work in advertising in a production company.”. Muy sosezno, ya lo veis. Pensamos que se deducía por contexto que lo había hecho “a la europea”, pero ya nos damos cuenta de que le tenéis por más payaso de lo que es.  

…Y por fin la NYFA

Puede parecer que ya se nos había olvidado, pero el detonante de nuestra nueva vida aquí, el curso de Pablo en la New York Film Academy, aún estaba por llegar. En la última entrega del blog, Julia ya adelantaba que las clases habían empezado, y que Pablo iba tan liado que no había tenido tiempo de escribir ni siquiera unas líneas contando sus primeras impresiones. Todos sabemos, o nos podemos imaginar, cómo es Pablo cuando se estresa. Y Julia, que lo conoce mejor que nadie, prometía encargarse personalmente de “animarle” a escribir sus primeras impresiones antes de que se hiciera demasiado tarde como para que sus novedades dejaran de tener interés. “Si no lo haces, te quedarás sin cenar”, me ha dicho. Y efectivamente, lo ha conseguido.

A partir de aquí, el relato volverá a ser narrado en primera persona. Y como no podía ser de otra manera, quien escribe ahora es Pablo.

Tengo 27 años (qué tres palabras para empezar), y en contra de lo que me aseguraban mis mayores, sigo sin poder controlar muchos de los defectos que tenía cuando era pequeño. Uno de ellos es la pereza: detesto levantarme temprano; nunca me he acostumbrado y no creo que vaya a hacerlo jamás. Vale que no es tan grave, pero no puedo evitar sentirme engañado cada vez que recuerdo la frase con la que me consolaba mi madre cuando yo le contaba lo mucho que me había costado levantarme para ir al colegio: “cuando seas mayor, no necesitarás dormir tanto”. Y no sé si es que aún no soy mayor o qué, que de mí mismo puedo dudar, pero sospecho que la edad no es la variable. Mi madre, que sí es mayor (y ojo, que en castellano “ser” no es lo mismo que “estar”), duerme la siesta cada tarde como una auténtica marmota. Y a mí me parece bien, que conste, pero no entiendo cómo, a día de hoy, no ha caído en la cuenta de que esa frase suya no tenía ningún sentido. 

Pero volviendo al tema central, lo que quería yo contaros es que, de la misma manera que no controlo el sueño, tampoco consigo controlar los nervios. Y yo esto sí que lo llevo mal. Porque tener sueño, socialmente está bien visto; pero tener cara de asustado (y de dolor de barriga) con 27 años es algo de lo que avergonzarse. Pero qué le vamos a hacer, yo ya me conozco y he decido aceptarme. Y por ello, tengo perfectamente ensayadas unas sonrisas postizas realmente acartonadas que suelo sacar a relucir cada vez que tengo que enfrentarme a una situación como la del lunes. Son sonrisas de mucho miedo, que se pueden distinguir de las de verdad porque van acompañadas de una mirada inerte, totalmente rígida. Así, si muevo la cabeza, se mueve la mirada, pero si permanezco quieto, la mirada se clava en un punto fijo y de allí no la saca nadie. Por muy interesante que sea lo que me estén contando en ese momento.

Total, que mi sonrisa de mucho miedo y yo nos fuimos el lunes pasado a la presentación del curso que la New York Film Academy organiza cada año.

¿Y de qué tenía miedo yo?, os preguntaréis. Pues de todo. De todo y de nada, a la vez. Porque yo el lunes tenía el peor de los miedos, que es el miedo sin rostro, el miedo a lo desconocido. Miedo a no saber si iba a ser capaz de entender lo que me iban a contar; miedo a no saber si iba a tener clase ese mismo día, o a si iba a tener compañeros superdotados que se iban a dar cuenta enseguida de que yo tenía muy poca experiencia en cine y de que, lo que es peor, llevaba puesta mi sonrisa de miedo; miedo a que me dijeran que al día siguiente debía llevar cinco (o mil) cortos escritos para rodar allí mismo, inmediatamente; miedo a que hubiera represalias; miedo a los titulares de la prensa del día siguiente contando mis represalias…

Pero, sorprendentemente, no fue para tanto.

La primera mañana fuimos a inscribirnos. Y nada más entrar en la escuela, nos indicaron en qué aula teníamos que hacerlo. Hasta ahí todo bien. Pero luego, mientras esperábamos la cola para la típica foto que tienes que hacerte para el carnet de estudiante, nos dieron unas camisetas, una gorra, una sudadera, y otros artículos de merchandising que me hicieron sospechar. “Pero si son muy monos”, me dijo mi hermana. “Ya, pero eso es que quieren que nos relajemos, que no les veamos venir”, dije yo. Y por eso, cuando me tocó el turno para la foto, de tan en tensión que estaba, acabé posando al más puro estilo “soy una calamidad”, y ahora cada vez que tengo que enseñar mi carnet, suelo poner el dedo en la foto para que mi cara de calamidad pase desapercibida…

Justo después, fuimos al Theater. El theater es un cine que tiene la NYFA justo al lado del edificio de las aulas donde nos reunieron a todos los estudiantes que empezábamos ese año. Entre todas las disciplinas (actuación, dirección, producción, documental y periodismo), debíamos de ser unos 250. Y como vi que en el escenario había unas sillas y unos micrófonos, yo ya pensé que había pasado lo peor. “Ahora hablarán ellos”, pensé. Y así empezó siendo. Sin embargo, cuando yo ya estaba relajado, cuando yo ya empezaba a desconectar y a fijarme en las caras de los compañeros que tenía más cerca (miraba si ellos también habían traído puestas sus mejores sonrisas de miedo), me di cuenta, no sin terror, de que los señores de arriba se habían callado y de que estaban pasando el micrófono al patio de butacas. Aunque intenté volver a escuchar rápidamente, sólo llegué a tiempo para entender: “…cada uno de vosotros”. Y entonces el primer chico de la primera fila por la izquierda se levantó. Tomó el micrófono, nos miró a todos, y empezó a presentarse. “Uff”, pensé yo, “¡¡pero si somos un montón!!”. Pero daba igual. Fui contando, uno a uno, los chicos que iban quedando hasta que el micrófono llegó a mis manos. Y, para mi sorpresa, la espera no se me hizo aburrida.

Si esta presentación se hubiera hecho en España, todos y cada uno de nosotros nos habríamos levantado, habríamos dicho nuestro nombre, habríamos señalado de dónde veníamos, habríamos indicado el curso que íbamos a hacer, y nos habríamos sentado de nuevo, agradeciendo que el mal rato hubiera pasado por fin. Sin embargo, en Estados Unidos esto lo consideran aburrido. Y lo consideran aburrido porque lo es, cierto, pero, digo yo: ¿qué necesidad hay de hacer entretenida una presentación de 250 estudiantes? Pues se ve que toda.

A medida que avanzaban las presentaciones, el ambiente se fue relajando, y al llegar la quinta persona, todo se desmadró. La chica en cuestión, una negra con salero y desparpajo (de hecho, suele ir unido; aún no he visto una sola negra tímida), hablando con un ritmo realmente característico que más bien parecía rap, dijo que venía de un pueblo de New Jersey donde nunca había pasado nada y que venía a estudiar interpretación. Y entonces, a lo largo de todo el patio de butacas, empezaron a escucharse gritos de “alleluyah”, de “sister”, y de “alright”. Me giré, y vi que varias personas se habían levantado y aplaudían lo que había dicho la chica. ¿Venían también de New Jersey? ¿Eran sus hermanos? ¿Realmente se pasa tan mal allí? ¿Era normal aplaudir? En cualquier caso, el discurso de aquella chica catalizó los que estaban por venir, y a partir de ese momento, casi todas las presentaciones acabaron pareciéndose a las típicas apariciones que hacen los famosos cuando hacen de estrellas invitadas en los capítulos especiales de cualquier sit-com. Y digo “casi-todas-las-presentaciones” porque los que veníamos de Europa seguimos en nuestra línea. Durante la siguiente hora hubo de todo: gente que cantó, gente que dio sus teléfonos por si alguien quería contratarlos; estudiantes que dieron las gracias a los profesores al más puro estilo “estoy-en-mi-momento-Oscar” porque “el sueño de su vida estaba a punto de cumplirse”; otros simplemente decían que ese día cumplían años; hubo unas chicas gemelas que improvisaron un monólogo sobre quién era la mayor y la menor y cómo eso había marcado sus vidas; e incluso había un par de madres que habían venido para “verificar que la matrícula que habían pagado a sus hijos realmente iba a ser amortizada” (cosa que provocó aplausos y carcajadas entre todo el comité de la NYFA).

En cualquier caso, aquella tarde volví a casa la mar de contento. Lo de pasarnos el micrófono a los estudiantes, verdaderamente había funcionado. Y aunque reconozco que se me hizo un poco pesado al final, también debo admitir que quedé impresionado con la soltura con la que esta gente habla en público. Porque no sólo demuestran dominar los aspectos más externos (el control de su tono de voz, de la mirada, etc.), sino que también tienen muy claro que su mensaje debe ser entretenido.

Al día siguiente, las clases empezaron de verdad. Noté que la rutina empezaba a aplacar mis nervios, y a mitad de la primera clase ya me había olvidado de que tenía una foto horrorosa en el carnet de estudiante. En términos generales, todas las asignaturas que tenemos (cámara, iluminación, dirección, guión, casting, etc.) van enfocadas a los ejercicios de cada semana, los cortos. Nos juntamos en grupos de 4, y cada fin de semana rodamos 4 cortos en los que cada uno desempeña un cargo distinto. Pensad que los primeros ejercicios no son muy profesionales. Sí que rodamos en cine (16 mm), pero como lo hacemos todo entre nosotros, no creo que los resultados sean muy profesionales. Aún así, es la única manera. Cuanto antes empecemos, mejor. Y eso en la NYFA lo tienen clarísimo. Por eso, nuestra primera clase fue precisamente aprender a manejar una cámara de súper 16 mm. Al día siguiente ya estábamos aprendiendo a cargar la película, y justo un día después, ya manejaba el fotómetro y ajustaba los objetivos de la cámara.

El próximo sábado ruedo mi primer ejercicio: un corto en B/N, mudo, que no supere el minuto, y todo ello teniendo en cuenta que tengo que explicar una historia. Estoy muy excitado con la situación, y espero poder salir airoso. Pero parece que todo va encaminándose. En este sentido, tener a Julia conmigo es todo un alivio. Pobrecita mía, la tengo totalmente acosada con dudas y preguntas.

Semana 6 - ¿Sólo seis?

Parece que llevemos aquí mucho más que un mes y medio. Será porque han pasado tantas cosas en estas seis semanas que, cuando pensamos en la última vez que desayunamos en Via Laietana, sentimos como si estuviéramos remontándonos a una era anterior. Y, en cierto modo, es verdad.
En esta nueva era, el tomate va a precio por libra (y, a veces, si son de primera calidad, hasta por pieza), los muebles se miden en pulgadas y puedes decir “Hoy refrescará; la máxima será de 57 grados”. Estos romanos están locos, que es una frase de Obélix que usamos mucho por estas tierras.
La verdad es que las cosas más raras y a las que cuesta más adaptarse son ese tipo de detalles cotidianos. Por cierto que, hablando de detalles cotidianos, Mayor Bloomberg, alias “soy tan rico e influyente que puedo hacer lo que me venga en gana”, amenaza con prohibir fumar en los parques públicos. Como nos dijo Michael Hausman, en breve, para fumar, tendremos que ir a New Jersey. Durante el primer mes en que estuvimos aquí, apenas fumamos porque ¿dónde íbamos a hacerlo? No se puede siquiera en las terrazas de los restaurantes: hemos visto a gente levantarse de su mesa en la terraza para ponerse al otro lado del seto que delimita el espacio del restaurante y fumar ahí de pie mientras continuaba la conversación con sus comensales – eso sí, sin tocar su copa de vino, que no podía salir del recinto del restaurante. De locos. La verdad, se te quitan las ganas.

Esta publicación lleva tanto retraso que sentimos como si estuviéramos escribiendo desde el futuro. Han pasado muchas cosas desde la última vez: hemos celebrado la primera cena en el piso (improvisada, pero muy agradable); nos hemos cortado el pelo; hemos comprado, lijado y pintado cuatro nuevos taburetes (sí, ya podéis respirar más tranquilos); Pablo ha empezado el Master; Julia se ha matriculado de un par de asignaturas en NYU y, en cuanto a sus prácticas, hay algunas novedades. Pablo está tan atareado con el inicio del Master que no tiene tiempo de ponerse con el blog. De todas formas, el relato de sus primeros días de clase correspondería al post de la semana siete por lo que, si os parece, vamos a dejar eso para este fin de semana y ahora, si no os importa (y si os importa también, porque ya está hecho), voy a hablar en primera persona de lo mío (soy Julia).

En estos últimos días he conocido a mis compañeros de prácticas: Zach, algo apocado pero majo, que se graduó en cine en una universidad menor de un estado cuyo nombre no recuerdo; Alex, que estudió en NYU y ya lleva varios meses haciendo prácticas en Pressman, así que es nuestro veterano; y Raine, una chica hawaiana. Cada uno va dos días a la semana a la productora y, como yo estoy ahí cuatro días, tengo ocasión de coincidir con todos ellos. Su presencia hace las jornadas más entretenidas.
Más novedades. Jen, la china-histérica assistant de Ed Pressman, me ha pedido que la sustituya durante la última semana de septiembre, en la que ella no va a estar en la oficina. Cuando me preguntó si podría hacerlo, yo le dije: “No sé, ¿Tú crees que puedo?” Y ella puso los ojos en blanco y dijo "Oooooh yes, of all the people I know, you can get this done!" (algo así como "Claro que puedes, de sobra"). Lo cual me dejó muy desconcertada porque eso significa una de estas cosas:
a) o bien cree que su trabajo podría hacerlo un mono, cosa que a lo mejor es verdad, pero no me cuadra con su perfil de personaje el que ella sea consciente de ello (siempre está taaaaan estresada);
b) o bien cree que soy muy lista o resuelta, cosa que implicaría que es vidente, porque no ha tenido ocasión de comprobarlo
Aún no sé en qué consistirá la sustitución, pero imagino que no se me encargará nada que requiera tener iniciativa ni criterio, básicamente porque eso implicaría concederme cierta capacidad de decisión, y es evidente que no están por la labor de hacerlo (no es nada personal; parece ser su forma de funcionar). Sí sé que tendré que pasarle llamadas a Ed y -ojo al dato- quedarme a la escucha mientras habla o negocia o lo que sea TOMANDO APUNTES de lo que se dice. Eso no requiere ninguna habilidad... si lo haces en tu lengua materna. El teléfono distorsiona las voces y temo que Ed hable con personas de acentos indescifrables y coberturas desiguales, peroenfin, al menos será entretenido y, probablemente, bastante formativo.

Por lo demás –y como seguramente puede apreciarse en estas líneas- estoy un poco frustrada. De hecho, he pensado en recortar mis días de prácticas, y/o en buscar otro sitio, aunque no tengo motivos para pensar que en otra empresa vayan a tratarme mejor. Porque el problema no está en las prácticas, sino en mí: estoy acostumbrada a involucrarme en los proyectos con mucha más intensidad y autonomía, y no me hago a la idea de ser un peoncillo sin importancia en un proceso que ni siquiera sé en qué consiste. Para que os hagáis una idea, Sarah (la encargada de desarrollo) aún no me ha dado feedback sobre NI UNO SOLO de los informes que le he entregado (unos cinco, hasta la fecha). No he podido comentar ningún guión con nadie -salvo el martes, con mi compañero de prácticas, pero estábamos tan de acuerdo que fue aburrido.
De vez en cuando, Jen nos encarga alguna tarea entretenida, como buscar el servicio más rápido y barato de trituradores de papel. Yo me entusiasmo tanto que me pongo a investigar en Google, a hacer llamadas y a comparar presupuestos como loca hasta que doy con la opción óptima. Subidón. Hasta que me doy cuenta de que ni siquiera se espera de mí que remate la gestión: es simplemente una búsqueda para que Jen acabe finalmente encargando el servicio y supervisando su ejecución. Así que me quedo con las ganas de llamar al comercial que tan amablemente me ha atendido y decirle "oye, Chris, que sí, que lo tiramos para adelante, cómo hacemos el pago y tal y cuál". Evidentemente, en cualquier otra situación estaría encantada de no hacer este tipo de gestiones pero, al encontrarme tan atada de manos, de repente me parece que poder hacer algo es mucho más interesante que el hecho de que ese algo sea interesante en sí mismo. No sé si me explico, seguro que muchos estáis pensando “Ay, hijamía, no te queda nada por sufrir”.
A todo esto se suma la incertidumbre acerca de lo que haré con mi vida el año que viene: no tengo garantía de que me admitan en ninguno de los Masters a los que quiero acceder. De hecho, tengo muchos datos que confirman lo difícil que es. Y no voy a saber nada hasta febrero, así que tendré que vivir con esta incertidumbre varios meses. No creáis que no lo he pensado: una carta de recomendación de Mr. Pressman sería estupenda pero, si mi tareas en su productora siguen siendo tan sencillas, lo único que va a poder decir de mí este señor dentro de unas semanas (las solicitudes -y las cartas- tengo que enviarlas a finales de octubre) es "sí, en efecto, me suena su cara".
De momento, he decidido darle un tiempo más a este plan de vida y a ver cómo respira todo después de mi semana de sustitución, porque a eso ya me he comprometido.
Claro que el problema principal no es que sea aburrido (una tiene mucha vida interior, e Internet es un mundo), sino que, al final, son 32 horas a la semana que estoy dedicando a esto. Y no son sólo las 32 horas que estoy allí, sino, sobre todo, el tiempo que me consume descansar de lo que hago allí. Porque cuando salgo a las seis de las prácticas, tengo ganas de poner el cerebro en remojo y de comer algo, y no de ir a la charla con Isabelle Huppert o ponerme a mirar los abonos de la Ópera. Y, como sólo voy a estar en Nueva York un año, si normalmente ya me repatea dedicarme a algo en lo que no crea al 100%, aquí lo de desperdiciar el tiempo hace que me suba por las paredes. No dejo de pensar en la cantidad de cosas que me gustaría estar haciendo. Aparte de entregarme en cuerpo y alma a mis solicitudes de acceso y a visitar las Universidades a las que me gustaría acceder, me apetece mucho buscar proyectos para DISTINTO, que sería una actividad formativa, interesante y con posibilidades, pero que requiere tiempo y dedicación.
De momento, me he apuntado a un par de asignaturas en NYU para ampliar círculo social y conocimientos, y para ir familiarizándome con el sistema universitario. Empiezan la semana que viene. Una es "Story analysis for producers". Sí, como si os oyera: a quienes me habéis conocido profesionalmente, os parecerá que he hecho muy mal en escoger esta asignatura, porque "de eso ya no tengo nada más que aprender" pero quiero ver cómo enfocan el análisis aquí, así como aprovechar para acostumbrarme a la jerga que domino en castellano pero no en inglés. Además, como podéis suponer, la elección no está exenta de picardía: como es una disciplina en la que me siento segura, en clase estaré más relajada y podré mantenerme más pendiente de las cosas que parecen secundarias desde el punto de vista académico pero que a veces son más importantes que interiorizar nuevos conceptos: hacer contactos, camelarme a la profesora (cuyo currículum me ha impresionado), analizar su sistema pedagógico, etc. También me he matriculado de una asignatura sobre técnicas de programación televisiva, básicamente porque era de las pocas que no se me solapaba con la otra y porque tengo ganas de tomar un contacto académico con el mundo televisivo, hacia el que cada vez me siento más atraída (la ficción televisiva americana actual es mejor que la mayor parte del cine que se está haciendo).
De cara a enero, si NYU me convence (que es de esperar), me apuntaré a otras en las que estoy muy pez, como Derecho para productores y una que es algo así como "cómo montar y gestionar una productora”.

Hoy es jueves, mi día libre. Mañana celebraremos nuestro “loft-warming party” y el sábado iremos a cenar al River Café. Os prometo que no pasa el finde sin que Pablo os cuente de lo suyo.