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Se acabaron las semanas

A partir de ahora, ya no numeraremos las publicaciones por semanas porque ha dejado de tener sentido; las cosas que nos pasan se integran en una continuidad temporal que no permite separar las experiencias por semanas. Además, cada vez que nos ponemos a escribir perdemos un tiempo precioso calculando si estamos relatando con retraso o adelantándonos al tiempo. Y, la verdad, es un cálculo innecesario. Así que a partir de ahora colgaremos lo que nos apetezca cuando podamos. Y purrrrto.

Aparte de la integración de Pablo en clase, nos han pasado más cosas. Por ejemplo, hemos descubierto que estamos malditos en lo que a “Le nozze di Figaro” se refiere: compramos las entradas hace unos días y resulta que nos ha coincidido con una sesión de casting que tiene Pablo en la NYFA y la primera clase de Julia en NYU. Las colgamos en Craigslist y generaron bastante interés, pero al final las vendimos a una abogada de Cuatrecasas cuyo interés captamos a través de Nina. Genial jugada, porque así ellos han conseguido entradas a precio razonable cuando ya estaba muy lleno todo, y nosotros no hemos perdido 135 dólares.

También celebramos nuestra primera fiesta en el loft. Hay fotos en Facebook, así que podéis mirarlas… y comentar, que a algunos (ya sabéis a quiénes nos referimos) os vemos mucho de exigir nuevas entregas y poco de comentarlas!

El sábado fuimos a cenar al River Café. Para quienes no lo sepáis, es un restaurante que está en Brooklyn y desde el que se disfruta de una maravillosa vista de Manhattan, así como de pianista en directo y buena comida (no tan buen vino). Julia se calzó un steak tartar de wagyu (esa ternera tan rica que comimos en la boda) y solomillo de segundo. A lo que dice Pablo: “¿Pero tú no decías que no eras muy carnívora?”. Y Julia: “Hombre, no soy muy carnívora si se trata de comer butifarra o hamburguesa de calidad regulera pero, para el steak tartare y el solomillo de primera, soy carnívora como la que más”. Cuando hay que serlo, se es. Pablo, por su parte, se decidió por un primero de atún con foie y una langosta de segundo. En la mesa de al lado había un hombre cenando solo: piel morena, servilleta anudada al cuello, Rolex de oro y deslumbrantes anillos en los dedos pringosos. Talmente como si Joe Pesci (que es ese actor bajo y feo que suele hacer de personaje secundario y muy violento en las pelis de mafiosos) hubiera decidido gastarse en langosta la cuota del último comerciante indefenso. Intentó sacar conversación pero, echando mano de los (benditos) prejuicios, nos abstuvimos de darle bola y dejó de intentarlo tras la segunda ocasión frustrada.

El domingo, después del brunch de rigor, fuimos a localizar para el corto que Pablo tiene que rodar este finde, esto es, estuvimos explorando parques, pensando en los encuadres, en la coreografía de los actores, en la luz, en los posibles problemas de producción, etc. 

Julia tuvo el martes (día 22) su primera clase en NYU. La verdad: eso es una universidad y lo demás son chiringuitos. Bajarse en la parada de metro de Washington Square, que es esa plaza con un arco de triunfo que habéis visto mil veces en fotos, es sumergirse en otro mundo. Si, como le pasó a Julia, vienes directamente de Wall Street (Pressman está a dos calles de la zona cero), entonces la transición es tan abrupta como pueda imaginarse. Todo allí es diferente: sudaderas, camisetas y tejanos en vez de trajes (“suits” llaman aquí a los ejecutivos); ipods en vez de móviles; mochilas en vez de carteras; charlas pausadas frente a las tiendas de libros en vez de gritos atropellados al pie de cada semáforo. Alrededor de la plaza se encuentran los distintos edificios del campus, una ciudad en sí misma. Muchas de las calles de la zona son peatonales, pero no parece que se trate de una decisión municipal; se diría que los coches han desisten de ir porque los estudiantes, lejos de conformarse con las aceras, han tomado también las calzadas. Así que, en medio de una ciudad conquistada por los taxis amarillos y los camiones de bomberos, de pronto se sustituyen los bocinazos y las sirenas por el parloteo de cientos de estudiantes. La gente con la que te cruzas en Washington Square está pensando en sus sueños y en sus proyectos. Independientemente de la edad que tengan (no todo son veinteañeros, ni mucho menos), al entrar en ese mundo dejan atrás el presente porque, en esos momentos y en ese lugar, lo único que importa es su futuro. Y de verdad que se nota en el ambiente.

Nada más desembarcar, Julia se dio cuenta de que sabía a qué aula tenía que ir… pero no tenía ni idea de cuál de todos aquellos edificios la albergaría. Tras un par de preguntas y algo de intuición, dio con el Silver Building y allí por fin encontró la clase. Catorce estudiantes de todos los colores y edades variopintas. La sesión estuvo bastante bien. La profesora es jefa de desarrollo de una buena productora independiente que está empezando a entrar en el cine de estudios. Estuvimos tres horas desgranando la definición básica de las historias que funcionan en cine: “un personaje que nos cae bien lucha por conseguir algo que desea con intensidad y que es difícil –pero posible- obtener”. Entre medias, extractos de “E.T.”, “Extraños en un tren” y otras cuyos títulos no os dirán nada a la mayoría. La asignatura tiene un blog, práctico invento. También hay un libro de referencia que Julia fue a buscar a la librería de NYU al día siguiente. Toda una experiencia. Cruza el umbral de entrada y ve una tienda de ropa: sudaderas de NYU negras, blancas, rojas, moradas; pantalones, camisetas… Más allá, tazas de desayuno, llaveros, mochilas… Todo con el logo de la universidad. “Ah, pues no, no es la librería. Esto es la tienda de merchandising”. Y mientras está dándose la vuelta para salir por donde ha entrado, en ese giro le parece ver algo a lo lejos: ¿Es…? Sí, es una estantería. Se acerca. Hay libros. Infinitos. Lo de las sudaderas era sólo una distracción para neófitos. Para allá que va Julia. Los libros están ordenados por asignatura y encuentra el suyo en seguida. También ve en la estantería contigua los libros de esas asignaturas en las que no ha podido matricularse porque se solapaban con la suya así que, ni corta ni perezosa, empieza a hojear los textos que éstas sugieren y termina haciéndose con uno: “Balancing Art and Business in the Movie Industry”. En los estantes inferiores hay libros más baratos, ejemplares usados por estudiantes en años anteriores que los han devuelto caritativamente (o con hartazgo) y de los que podemos beneficiarnos los demás. Julia pasa varias horas olisqueando cual ratoncillo de biblioteca entre los cursos de literatura y se siente francamente tentada de llevar “The Waves”, de Virginia Woolf, pero se contiene, pensando que la librería no se va a ir a ningún sitio, por lo que de momento no hace falta asolarla. De momento.

Por lo demás, Julia se dedica a preparar sus solicitudes para el año que viene cada vez que tiene un ratín libre, que no es muy a menudo. Mientras espera ansiosa los resultados de la Fulbright (consulta compulsivamente, a diario, la página web de la comisión), planea un viaje a Los Angeles para mediados de octubre. Así conocerá las escuelas en las que quiere entrar y tendrá un primer contacto con esa ciudad desconocida que se supone que tiene que acogernos el año que viene. En la medida de lo posible, iremos juntos.

Pablo, por su parte, va a clase unas cuantas horas al día y dedica el resto a preparar su primer corto. Por cierto, muchos os habéis quedado con la duda de cómo se presentó en su primer día en la NYFA. Pues ahí va: “Hi, I’m Pablo, I am from Barcelona (Spain), I’m going to take the MFA in Filmmaking and I used to work in advertising in a production company.”. Muy sosezno, ya lo veis. Pensamos que se deducía por contexto que lo había hecho “a la europea”, pero ya nos damos cuenta de que le tenéis por más payaso de lo que es.  

…Y por fin la NYFA

Puede parecer que ya se nos había olvidado, pero el detonante de nuestra nueva vida aquí, el curso de Pablo en la New York Film Academy, aún estaba por llegar. En la última entrega del blog, Julia ya adelantaba que las clases habían empezado, y que Pablo iba tan liado que no había tenido tiempo de escribir ni siquiera unas líneas contando sus primeras impresiones. Todos sabemos, o nos podemos imaginar, cómo es Pablo cuando se estresa. Y Julia, que lo conoce mejor que nadie, prometía encargarse personalmente de “animarle” a escribir sus primeras impresiones antes de que se hiciera demasiado tarde como para que sus novedades dejaran de tener interés. “Si no lo haces, te quedarás sin cenar”, me ha dicho. Y efectivamente, lo ha conseguido.

A partir de aquí, el relato volverá a ser narrado en primera persona. Y como no podía ser de otra manera, quien escribe ahora es Pablo.

Tengo 27 años (qué tres palabras para empezar), y en contra de lo que me aseguraban mis mayores, sigo sin poder controlar muchos de los defectos que tenía cuando era pequeño. Uno de ellos es la pereza: detesto levantarme temprano; nunca me he acostumbrado y no creo que vaya a hacerlo jamás. Vale que no es tan grave, pero no puedo evitar sentirme engañado cada vez que recuerdo la frase con la que me consolaba mi madre cuando yo le contaba lo mucho que me había costado levantarme para ir al colegio: “cuando seas mayor, no necesitarás dormir tanto”. Y no sé si es que aún no soy mayor o qué, que de mí mismo puedo dudar, pero sospecho que la edad no es la variable. Mi madre, que sí es mayor (y ojo, que en castellano “ser” no es lo mismo que “estar”), duerme la siesta cada tarde como una auténtica marmota. Y a mí me parece bien, que conste, pero no entiendo cómo, a día de hoy, no ha caído en la cuenta de que esa frase suya no tenía ningún sentido. 

Pero volviendo al tema central, lo que quería yo contaros es que, de la misma manera que no controlo el sueño, tampoco consigo controlar los nervios. Y yo esto sí que lo llevo mal. Porque tener sueño, socialmente está bien visto; pero tener cara de asustado (y de dolor de barriga) con 27 años es algo de lo que avergonzarse. Pero qué le vamos a hacer, yo ya me conozco y he decido aceptarme. Y por ello, tengo perfectamente ensayadas unas sonrisas postizas realmente acartonadas que suelo sacar a relucir cada vez que tengo que enfrentarme a una situación como la del lunes. Son sonrisas de mucho miedo, que se pueden distinguir de las de verdad porque van acompañadas de una mirada inerte, totalmente rígida. Así, si muevo la cabeza, se mueve la mirada, pero si permanezco quieto, la mirada se clava en un punto fijo y de allí no la saca nadie. Por muy interesante que sea lo que me estén contando en ese momento.

Total, que mi sonrisa de mucho miedo y yo nos fuimos el lunes pasado a la presentación del curso que la New York Film Academy organiza cada año.

¿Y de qué tenía miedo yo?, os preguntaréis. Pues de todo. De todo y de nada, a la vez. Porque yo el lunes tenía el peor de los miedos, que es el miedo sin rostro, el miedo a lo desconocido. Miedo a no saber si iba a ser capaz de entender lo que me iban a contar; miedo a no saber si iba a tener clase ese mismo día, o a si iba a tener compañeros superdotados que se iban a dar cuenta enseguida de que yo tenía muy poca experiencia en cine y de que, lo que es peor, llevaba puesta mi sonrisa de miedo; miedo a que me dijeran que al día siguiente debía llevar cinco (o mil) cortos escritos para rodar allí mismo, inmediatamente; miedo a que hubiera represalias; miedo a los titulares de la prensa del día siguiente contando mis represalias…

Pero, sorprendentemente, no fue para tanto.

La primera mañana fuimos a inscribirnos. Y nada más entrar en la escuela, nos indicaron en qué aula teníamos que hacerlo. Hasta ahí todo bien. Pero luego, mientras esperábamos la cola para la típica foto que tienes que hacerte para el carnet de estudiante, nos dieron unas camisetas, una gorra, una sudadera, y otros artículos de merchandising que me hicieron sospechar. “Pero si son muy monos”, me dijo mi hermana. “Ya, pero eso es que quieren que nos relajemos, que no les veamos venir”, dije yo. Y por eso, cuando me tocó el turno para la foto, de tan en tensión que estaba, acabé posando al más puro estilo “soy una calamidad”, y ahora cada vez que tengo que enseñar mi carnet, suelo poner el dedo en la foto para que mi cara de calamidad pase desapercibida…

Justo después, fuimos al Theater. El theater es un cine que tiene la NYFA justo al lado del edificio de las aulas donde nos reunieron a todos los estudiantes que empezábamos ese año. Entre todas las disciplinas (actuación, dirección, producción, documental y periodismo), debíamos de ser unos 250. Y como vi que en el escenario había unas sillas y unos micrófonos, yo ya pensé que había pasado lo peor. “Ahora hablarán ellos”, pensé. Y así empezó siendo. Sin embargo, cuando yo ya estaba relajado, cuando yo ya empezaba a desconectar y a fijarme en las caras de los compañeros que tenía más cerca (miraba si ellos también habían traído puestas sus mejores sonrisas de miedo), me di cuenta, no sin terror, de que los señores de arriba se habían callado y de que estaban pasando el micrófono al patio de butacas. Aunque intenté volver a escuchar rápidamente, sólo llegué a tiempo para entender: “…cada uno de vosotros”. Y entonces el primer chico de la primera fila por la izquierda se levantó. Tomó el micrófono, nos miró a todos, y empezó a presentarse. “Uff”, pensé yo, “¡¡pero si somos un montón!!”. Pero daba igual. Fui contando, uno a uno, los chicos que iban quedando hasta que el micrófono llegó a mis manos. Y, para mi sorpresa, la espera no se me hizo aburrida.

Si esta presentación se hubiera hecho en España, todos y cada uno de nosotros nos habríamos levantado, habríamos dicho nuestro nombre, habríamos señalado de dónde veníamos, habríamos indicado el curso que íbamos a hacer, y nos habríamos sentado de nuevo, agradeciendo que el mal rato hubiera pasado por fin. Sin embargo, en Estados Unidos esto lo consideran aburrido. Y lo consideran aburrido porque lo es, cierto, pero, digo yo: ¿qué necesidad hay de hacer entretenida una presentación de 250 estudiantes? Pues se ve que toda.

A medida que avanzaban las presentaciones, el ambiente se fue relajando, y al llegar la quinta persona, todo se desmadró. La chica en cuestión, una negra con salero y desparpajo (de hecho, suele ir unido; aún no he visto una sola negra tímida), hablando con un ritmo realmente característico que más bien parecía rap, dijo que venía de un pueblo de New Jersey donde nunca había pasado nada y que venía a estudiar interpretación. Y entonces, a lo largo de todo el patio de butacas, empezaron a escucharse gritos de “alleluyah”, de “sister”, y de “alright”. Me giré, y vi que varias personas se habían levantado y aplaudían lo que había dicho la chica. ¿Venían también de New Jersey? ¿Eran sus hermanos? ¿Realmente se pasa tan mal allí? ¿Era normal aplaudir? En cualquier caso, el discurso de aquella chica catalizó los que estaban por venir, y a partir de ese momento, casi todas las presentaciones acabaron pareciéndose a las típicas apariciones que hacen los famosos cuando hacen de estrellas invitadas en los capítulos especiales de cualquier sit-com. Y digo “casi-todas-las-presentaciones” porque los que veníamos de Europa seguimos en nuestra línea. Durante la siguiente hora hubo de todo: gente que cantó, gente que dio sus teléfonos por si alguien quería contratarlos; estudiantes que dieron las gracias a los profesores al más puro estilo “estoy-en-mi-momento-Oscar” porque “el sueño de su vida estaba a punto de cumplirse”; otros simplemente decían que ese día cumplían años; hubo unas chicas gemelas que improvisaron un monólogo sobre quién era la mayor y la menor y cómo eso había marcado sus vidas; e incluso había un par de madres que habían venido para “verificar que la matrícula que habían pagado a sus hijos realmente iba a ser amortizada” (cosa que provocó aplausos y carcajadas entre todo el comité de la NYFA).

En cualquier caso, aquella tarde volví a casa la mar de contento. Lo de pasarnos el micrófono a los estudiantes, verdaderamente había funcionado. Y aunque reconozco que se me hizo un poco pesado al final, también debo admitir que quedé impresionado con la soltura con la que esta gente habla en público. Porque no sólo demuestran dominar los aspectos más externos (el control de su tono de voz, de la mirada, etc.), sino que también tienen muy claro que su mensaje debe ser entretenido.

Al día siguiente, las clases empezaron de verdad. Noté que la rutina empezaba a aplacar mis nervios, y a mitad de la primera clase ya me había olvidado de que tenía una foto horrorosa en el carnet de estudiante. En términos generales, todas las asignaturas que tenemos (cámara, iluminación, dirección, guión, casting, etc.) van enfocadas a los ejercicios de cada semana, los cortos. Nos juntamos en grupos de 4, y cada fin de semana rodamos 4 cortos en los que cada uno desempeña un cargo distinto. Pensad que los primeros ejercicios no son muy profesionales. Sí que rodamos en cine (16 mm), pero como lo hacemos todo entre nosotros, no creo que los resultados sean muy profesionales. Aún así, es la única manera. Cuanto antes empecemos, mejor. Y eso en la NYFA lo tienen clarísimo. Por eso, nuestra primera clase fue precisamente aprender a manejar una cámara de súper 16 mm. Al día siguiente ya estábamos aprendiendo a cargar la película, y justo un día después, ya manejaba el fotómetro y ajustaba los objetivos de la cámara.

El próximo sábado ruedo mi primer ejercicio: un corto en B/N, mudo, que no supere el minuto, y todo ello teniendo en cuenta que tengo que explicar una historia. Estoy muy excitado con la situación, y espero poder salir airoso. Pero parece que todo va encaminándose. En este sentido, tener a Julia conmigo es todo un alivio. Pobrecita mía, la tengo totalmente acosada con dudas y preguntas.

Semana 6 - ¿Sólo seis?

Parece que llevemos aquí mucho más que un mes y medio. Será porque han pasado tantas cosas en estas seis semanas que, cuando pensamos en la última vez que desayunamos en Via Laietana, sentimos como si estuviéramos remontándonos a una era anterior. Y, en cierto modo, es verdad.
En esta nueva era, el tomate va a precio por libra (y, a veces, si son de primera calidad, hasta por pieza), los muebles se miden en pulgadas y puedes decir “Hoy refrescará; la máxima será de 57 grados”. Estos romanos están locos, que es una frase de Obélix que usamos mucho por estas tierras.
La verdad es que las cosas más raras y a las que cuesta más adaptarse son ese tipo de detalles cotidianos. Por cierto que, hablando de detalles cotidianos, Mayor Bloomberg, alias “soy tan rico e influyente que puedo hacer lo que me venga en gana”, amenaza con prohibir fumar en los parques públicos. Como nos dijo Michael Hausman, en breve, para fumar, tendremos que ir a New Jersey. Durante el primer mes en que estuvimos aquí, apenas fumamos porque ¿dónde íbamos a hacerlo? No se puede siquiera en las terrazas de los restaurantes: hemos visto a gente levantarse de su mesa en la terraza para ponerse al otro lado del seto que delimita el espacio del restaurante y fumar ahí de pie mientras continuaba la conversación con sus comensales – eso sí, sin tocar su copa de vino, que no podía salir del recinto del restaurante. De locos. La verdad, se te quitan las ganas.

Esta publicación lleva tanto retraso que sentimos como si estuviéramos escribiendo desde el futuro. Han pasado muchas cosas desde la última vez: hemos celebrado la primera cena en el piso (improvisada, pero muy agradable); nos hemos cortado el pelo; hemos comprado, lijado y pintado cuatro nuevos taburetes (sí, ya podéis respirar más tranquilos); Pablo ha empezado el Master; Julia se ha matriculado de un par de asignaturas en NYU y, en cuanto a sus prácticas, hay algunas novedades. Pablo está tan atareado con el inicio del Master que no tiene tiempo de ponerse con el blog. De todas formas, el relato de sus primeros días de clase correspondería al post de la semana siete por lo que, si os parece, vamos a dejar eso para este fin de semana y ahora, si no os importa (y si os importa también, porque ya está hecho), voy a hablar en primera persona de lo mío (soy Julia).

En estos últimos días he conocido a mis compañeros de prácticas: Zach, algo apocado pero majo, que se graduó en cine en una universidad menor de un estado cuyo nombre no recuerdo; Alex, que estudió en NYU y ya lleva varios meses haciendo prácticas en Pressman, así que es nuestro veterano; y Raine, una chica hawaiana. Cada uno va dos días a la semana a la productora y, como yo estoy ahí cuatro días, tengo ocasión de coincidir con todos ellos. Su presencia hace las jornadas más entretenidas.
Más novedades. Jen, la china-histérica assistant de Ed Pressman, me ha pedido que la sustituya durante la última semana de septiembre, en la que ella no va a estar en la oficina. Cuando me preguntó si podría hacerlo, yo le dije: “No sé, ¿Tú crees que puedo?” Y ella puso los ojos en blanco y dijo "Oooooh yes, of all the people I know, you can get this done!" (algo así como "Claro que puedes, de sobra"). Lo cual me dejó muy desconcertada porque eso significa una de estas cosas:
a) o bien cree que su trabajo podría hacerlo un mono, cosa que a lo mejor es verdad, pero no me cuadra con su perfil de personaje el que ella sea consciente de ello (siempre está taaaaan estresada);
b) o bien cree que soy muy lista o resuelta, cosa que implicaría que es vidente, porque no ha tenido ocasión de comprobarlo
Aún no sé en qué consistirá la sustitución, pero imagino que no se me encargará nada que requiera tener iniciativa ni criterio, básicamente porque eso implicaría concederme cierta capacidad de decisión, y es evidente que no están por la labor de hacerlo (no es nada personal; parece ser su forma de funcionar). Sí sé que tendré que pasarle llamadas a Ed y -ojo al dato- quedarme a la escucha mientras habla o negocia o lo que sea TOMANDO APUNTES de lo que se dice. Eso no requiere ninguna habilidad... si lo haces en tu lengua materna. El teléfono distorsiona las voces y temo que Ed hable con personas de acentos indescifrables y coberturas desiguales, peroenfin, al menos será entretenido y, probablemente, bastante formativo.

Por lo demás –y como seguramente puede apreciarse en estas líneas- estoy un poco frustrada. De hecho, he pensado en recortar mis días de prácticas, y/o en buscar otro sitio, aunque no tengo motivos para pensar que en otra empresa vayan a tratarme mejor. Porque el problema no está en las prácticas, sino en mí: estoy acostumbrada a involucrarme en los proyectos con mucha más intensidad y autonomía, y no me hago a la idea de ser un peoncillo sin importancia en un proceso que ni siquiera sé en qué consiste. Para que os hagáis una idea, Sarah (la encargada de desarrollo) aún no me ha dado feedback sobre NI UNO SOLO de los informes que le he entregado (unos cinco, hasta la fecha). No he podido comentar ningún guión con nadie -salvo el martes, con mi compañero de prácticas, pero estábamos tan de acuerdo que fue aburrido.
De vez en cuando, Jen nos encarga alguna tarea entretenida, como buscar el servicio más rápido y barato de trituradores de papel. Yo me entusiasmo tanto que me pongo a investigar en Google, a hacer llamadas y a comparar presupuestos como loca hasta que doy con la opción óptima. Subidón. Hasta que me doy cuenta de que ni siquiera se espera de mí que remate la gestión: es simplemente una búsqueda para que Jen acabe finalmente encargando el servicio y supervisando su ejecución. Así que me quedo con las ganas de llamar al comercial que tan amablemente me ha atendido y decirle "oye, Chris, que sí, que lo tiramos para adelante, cómo hacemos el pago y tal y cuál". Evidentemente, en cualquier otra situación estaría encantada de no hacer este tipo de gestiones pero, al encontrarme tan atada de manos, de repente me parece que poder hacer algo es mucho más interesante que el hecho de que ese algo sea interesante en sí mismo. No sé si me explico, seguro que muchos estáis pensando “Ay, hijamía, no te queda nada por sufrir”.
A todo esto se suma la incertidumbre acerca de lo que haré con mi vida el año que viene: no tengo garantía de que me admitan en ninguno de los Masters a los que quiero acceder. De hecho, tengo muchos datos que confirman lo difícil que es. Y no voy a saber nada hasta febrero, así que tendré que vivir con esta incertidumbre varios meses. No creáis que no lo he pensado: una carta de recomendación de Mr. Pressman sería estupenda pero, si mi tareas en su productora siguen siendo tan sencillas, lo único que va a poder decir de mí este señor dentro de unas semanas (las solicitudes -y las cartas- tengo que enviarlas a finales de octubre) es "sí, en efecto, me suena su cara".
De momento, he decidido darle un tiempo más a este plan de vida y a ver cómo respira todo después de mi semana de sustitución, porque a eso ya me he comprometido.
Claro que el problema principal no es que sea aburrido (una tiene mucha vida interior, e Internet es un mundo), sino que, al final, son 32 horas a la semana que estoy dedicando a esto. Y no son sólo las 32 horas que estoy allí, sino, sobre todo, el tiempo que me consume descansar de lo que hago allí. Porque cuando salgo a las seis de las prácticas, tengo ganas de poner el cerebro en remojo y de comer algo, y no de ir a la charla con Isabelle Huppert o ponerme a mirar los abonos de la Ópera. Y, como sólo voy a estar en Nueva York un año, si normalmente ya me repatea dedicarme a algo en lo que no crea al 100%, aquí lo de desperdiciar el tiempo hace que me suba por las paredes. No dejo de pensar en la cantidad de cosas que me gustaría estar haciendo. Aparte de entregarme en cuerpo y alma a mis solicitudes de acceso y a visitar las Universidades a las que me gustaría acceder, me apetece mucho buscar proyectos para DISTINTO, que sería una actividad formativa, interesante y con posibilidades, pero que requiere tiempo y dedicación.
De momento, me he apuntado a un par de asignaturas en NYU para ampliar círculo social y conocimientos, y para ir familiarizándome con el sistema universitario. Empiezan la semana que viene. Una es "Story analysis for producers". Sí, como si os oyera: a quienes me habéis conocido profesionalmente, os parecerá que he hecho muy mal en escoger esta asignatura, porque "de eso ya no tengo nada más que aprender" pero quiero ver cómo enfocan el análisis aquí, así como aprovechar para acostumbrarme a la jerga que domino en castellano pero no en inglés. Además, como podéis suponer, la elección no está exenta de picardía: como es una disciplina en la que me siento segura, en clase estaré más relajada y podré mantenerme más pendiente de las cosas que parecen secundarias desde el punto de vista académico pero que a veces son más importantes que interiorizar nuevos conceptos: hacer contactos, camelarme a la profesora (cuyo currículum me ha impresionado), analizar su sistema pedagógico, etc. También me he matriculado de una asignatura sobre técnicas de programación televisiva, básicamente porque era de las pocas que no se me solapaba con la otra y porque tengo ganas de tomar un contacto académico con el mundo televisivo, hacia el que cada vez me siento más atraída (la ficción televisiva americana actual es mejor que la mayor parte del cine que se está haciendo).
De cara a enero, si NYU me convence (que es de esperar), me apuntaré a otras en las que estoy muy pez, como Derecho para productores y una que es algo así como "cómo montar y gestionar una productora”.

Hoy es jueves, mi día libre. Mañana celebraremos nuestro “loft-warming party” y el sábado iremos a cenar al River Café. Os prometo que no pasa el finde sin que Pablo os cuente de lo suyo.

Semana 5 - instalados

El martes emprendimos el ansiado viaje: Tracy, la atentísima madre Hausman, nos trajo en su coche hasta el piso. Con su viejo Volvo (hecho volvo) cargado de maletas y cajas hasta arriba, Tracy se pone al volante y mientras enciende el motor mira hacia el cielo: “It’s a beautiful day” – realmente, hacía un día precioso. Y entonces: “Except that you can never fully enjoy a day like this because it always reminds you of September 11th. It was exactly the same weather, the same sky” (Aunque nunca puedes disfrutar del todo de un día así, porque te recuerda al 11S. Hacía exactamente el mismo tiempo, había el mismo cielo). Mira por la ventanilla una vez más y añade: “Maybe bluer” (Quizás más azul). Incapaces de pasar aquel comentario por alto (aunque su intención parecía ser dejar el tema ahí), hicimos el paseo hasta el East Village preguntándole a Tracy cómo habían vivido ese día, e intentando digerir hasta qué punto la percepción de aquel atentado fue distinta para los neoyorkinos. Para el resto del mundo, fue una sorpresa terrorífica que marcó un día histórico. Para ellos, fue un infierno que empezó aquella mañana y cuya estela aún permanece. Parecen vivirlo con naturalidad y espanto a partes iguales; siguen temiendo que se repita, pero tienen que vivir como si no fuera a suceder nunca más. Tracy nos contó que, poco después del atentado, hicieron un picnic familiar en Central Park con unos amigos. Michael, su marido, dijo que ahora tendrían que cambiar de ciudad porque Nueva York estaba amenazada. Al cabo de seis meses, esos amigos se habían mudado a Florida con sus hijos, y se mostraron sorprendidos y hasta tal vez se sientieran ofendidos de que los Hausman no hubieran hecho amago siquiera de dejar su casa en el Upper East Side. Al cabo de unos meses, esa familia volvió a Manhattan, seguramente pensando que sus hijos iban a criarse en una ciudad peligrosa, pero la mejor ciudad del mundo al fin y al cabo. Tracy nos explicó también que el último gran apagón de Manhattan la pilló en un autobús, y que vio a hombres hechos y derechos llorar de miedo, temiendo que fuera el principio de otro ataque terrorista. Mientras lo decía, aparcó el coche: habíamos llegado a nuestro destino. Aunque hizo amago de ayudarnos a subir cajas y maletas, se lo prohibimos terminantemente. Le enseñamos el loft, eso sí. Y, evidentemente, les convocaremos a ella y a Michael a una cenita en cuanto podamos.

Seis días después de ese viaje agridulce, el piso ya está casi montado. Esta frase es más paradójica de lo que podría parecer puesto que, si recordáis las fotos, en realidad nos hemos mudado a un loft que ya estaba amueblado y que tenía todo lo necesario para vivir, incluyendo sábanas, toallas, menaje de cocina, cubiertos y televisión. Sin embargo, como ya hemos dicho en otras ocasiones, “necesario” es un concepto relativo. Como dice nuestra amiga Cot, el piso estaba amueblado, pero “aún cabían cosas”. Así que después de:

- Dos visitas a IKEA (y no descartamos hacer otra cuando nuestras cuentas vuelvan a estar saneadas)

- Deslomarnos subiendo paquetes (vivimos en un cuarto que en realidad es un quinto sin ascensor, y los de IKEA te suben los muebles hasta un tercero, pero a partir de ahí te cobran quince dólares más por piso adicional, pero menudos somos nosotros para cargar peso)

- Limpiar la casa de arriba abajo

- Bajar a la lavandería todas las sábanas, almohadas, alfombras y toallas hasta terminar con el último rastro del olor del inquilino anterior

- Deshacernos (es decir, poner en los hermosos altillos que tiene el loft) de todos los objetos feos que su dueño tenía por aquí

- Montar un armario, tres pequeñas cómodas, un silloncito con su puff, algunas estanterías y varias lámparas

- Lijar y encerar una tabla de madera para convertirla en mesa de comedor / barra de cocina y trabajo

- Comprar, vía Craigslist, dos taburetes a precio de ganga a una pareja que ya no tenía espacio para ellos (no es de extrañar, pues viven en un zulillo en el Upper East)

- Ordenar nuestra ropa

- Aclararnos con la caja de la tele por cable y el Internete

- Avituallar la cocina (cafetera italiana, sartenes grandes, un nuevo juego de tuppers)

- Hacernos con víveres y empezar a congelar salsa de tomate casera y preparados de carne picada

- Repartir cojines,  centros de mesa, velas y jarrones con flores

- Y darle un toque a nuestra terracita (o, mejor dicho, el rellano de la escalera de incendios o salida de emergencia)

Ahora, por fin, podemos decir que tenemos un hogar.  

Por lo que se refiere a lo que os interesa a vosotros, hay un amplio sofá en el que puede dormir una persona, o dos muy bien avenidas. Parece bastante cómodo. También hay espacio para poner una colchoneta o cama hinchable en caso de necesidad. La convivencia debería ser llevable en tanto en cuanto nosotros dormimos en un altillo desde el cual no podemos espiar el piso de abajo. Hay un solo baño y la presión de la ducha no es gran cosa, pero el agua sale limpia y caliente y para qué queréis más, que tampoco se trata de que os quedéis a vivir. En la mesa de comedor / barra de cocina pueden comer al menos tantos como los que pueden dormir y, aunque de momento sólo tenemos dos taburetes, prometemos hacernos con alguno que otro más para que podamos desayunar tortitas todos sentados, que las tortitas ingeridas de pie no sientan del todo bien. En el baño caben vuestros enseres de aseo pero, aunque haremos sitio para que podáis colgar algún que otro modelete, lo mejor es que vengáis con pocas expectativas en lo que a armarios se refiere. En resumen, necesitaréis traer buen humor y una toalla de ducha, porque de momento no tenemos juego extra. Para terminar, os pedimos que aviséis con tiempo de vuestra visita y que, una vez aquí, alabéis nuestro buen gusto en el amueblamiento y decoración del loft. Si seguís estas directrices, tenéis alojamiento en el East Village a vuestra disposición. Podéis ver más fotos que dan fe de nuestra trabajera en el álbum que hemos creado en Facebook a tal efecto.

El mantenimiento del edificio es impecable; las escaleras están renovadas y acaban de ser pintadas, y cada mes viene un exterminador para deshacerse de ratas, cucarachas y otros habitantes que no pagan alquiler.

Nuestra vecina es montadora de documentales, y uno de sus trabajos ganó el Oscar al mejor corto documental este año pasado. Ahí es nada. 

El viernes fuimos a ver el musical “The Lion King”, regalo de boda de Cot y Jordi. Es maravilloso. Pablo tuvo un nudo en la garganta durante toda la representación. Julia, que siempre ha sido más moderada en sus arranques emocionales, sólo durante el primer cuarto de hora. Pero eso ya os da una idea de lo impresionante que es el espectáculo (que nosotros somos muy de arrugar la nariz ante cualquier cosa). Se trata de una adaptación muy literal de la peli de Disney, con música de Elton John y Tim Rice y, sobre todo, con un vestuario que es una obra de arquitectura: los actores se convierten en los animales de la selva de la forma más insospechada. No os imaginéis una señora metida en un disfraz de guepardo, sino a una actriz que se convierte, por gracia de un traje de construcción inexplicable, en un guepardo a (casi) todos los efectos. A menudo, el patio de butacas se ve invadido por elefantes, cebras y antílopes. Algunos actores entonan cantos que, si no son en Swahili, lo parecen y, por momentos, te ves literalmente transportado a la sabana.

Salimos en una nube, y estuvimos paseando por Broadway viendo los carteles de otros espectáculos a los que nos gustaría asistir: entre otros, un Hamlet protagonizado por Jude Law. Como decía uno de nuestros profes más queridos, “Shakespeare lo aguanta todo”. Se refería a adaptaciones peregrinas, y suponemos que no será el caso de este montaje, pero siempre es bueno saber que un libreto de Shakespeare te protege de cualquier despropósito.

El sábado quisimos ir a la azotea del Metropolitan a ver atardecer con unos compañeros de beca, pero se nos echó el ocaso encima. Para cuando llegamos, el acceso estaba cerrado porque había anochecido, y no dejan subir a nadie después de la puesta de sol. Que decimos nosotros que cada uno debería poder ver las vistas que quiera, pero no señor: el “Met rooftop” tiene unas instrucciones de uso muy precisas, así que otro día será.

El jueves nos llegó la invitación de Luis Ferrer y Lucía para ir a cenar al River Café. Una ilusión loca. Tenemos que reservar porque queremos ir antes de que llegue el frío. Por cierto que hablando de frío, Gloria-no-hay-más-que-una, a ver si nos mandas cuando puedas la caja de jerseys que te dejamos en herencia cuando nos llevaste al aeropuerto, porque tememos que el Otoño nos pille con nuestros jerseys cruzando el Atlántico o, lo que es peor, tomando el sol en Ampurias.

Y es que las temperaturas están empezando a bajar por estas latitudes. Como pasa cada año, los días se nos han hecho cortos de repente; a las siete ya es prácticamente de noche. Las rebajas se acaban y aún no hemos tenido tiempo de comprar manoletinas extravagantes ni pantalones de colores llamativos. Nos hemos habituado a desayunar fuerte, comer ligero y cenar pronto. Ahora lo que tendremos que hacer es comprar una báscula, porque con un apartamento tan pequeño no podemos permitirnos ganar mucho peso.

Por lo demás, Obama entretiene el encendidísimo debate sobre la sanidad pública arengando a los estudiantes a aprovechar el curso entrante (“You are deciding the future of this Nation”), y resulta un dios o un terrorista dependiendo de qué cadena sintonices. Por su parte, Oliver Stone (al que Mr. Pressman está produciéndole su próxima película) ha hecho unas declaraciones de rojete-Comunista-malenterado en contra de Juancar (por lo de que hiciera callar a Chávez) y, como Pablo es monárquico desde que el Rey le entregara la beca, se está planteando llamar al jefe de Julia para decir que a ver si su director se calla un ratito. Y así están nuestros asuntos de actualidad política y diplomacia internacional (hemos pensado que querríais saberlo).

Julia ya ha vuelto a la rutina de las prácticas, y Pablo empieza las clases el lunes que viene. Con lo bien que lo pasamos en casita entre cena rica y sesión de zafiolaje al son de la televisión por cable.  

Semana 4.2. - Desventuras

Cuando uno anuncia un 4.1., se supone que tiene que haber, por lo menos, un 4.2. O así es en nuestro mundo de gente organizada (y algo maniática, sí, ya lo sabemos). Así que ahí va la segunda entrega de nuestra cuarta semana en esta ciudad increíble.

El lunes fuimos a tomar un brunch a un lugar muy chulo que descubrimos por internet. Se llama Penelope y está en el Upper East Side, cerca de casa. Para todos aquellos que no lo sepan, un brunch es un desayuno muy fuerte (conjunción de “breakfast” y “lunch”). Y cuando decimos “muy fuerte” no nos referimos a poder comer muchas magdalenas, sino a poder comer muchas salchichas. Es importante que os acostumbréis al término porque tomar brunch se ha convertido en una de nuestras actividades preferidas. El brunch del lunes, además, tuvo el aliciente de que estuvimos acompañados por algunos compañeros de La Caixa. Como ya apuntamos en su día, la semana que estuvimos en Indiana nos unió mucho (si alguna vez os habéis ido de campamentos, o si alguna vez habéis visto Gran Hermano, sabéis de lo que hablamos), y ahora es frecuente que cada vez que alguien descubre un sitio chulo o una actividad interesante, lo comunique vía Facebook o vía mail. De hecho, mientras desayunábamos, Julia y yo comentamos que teníamos pensado ir al Consulado español para registrarnos como “ciudadanos que vivíamos allí, pero que ahora vivimos aquí”, y muchos de los becados decidieron venir con nosotros. Así vamos los de La Caixa: en manada.

Lo del Consulado español fue bastante “chou”. Hay cosas que no cambian por muy fuera que estés de tu país, y la dispersión de un funcionario español es una de ellas. No obstante, hay que decir que nos trataron estupendamente. De hecho, la mujer que nos atendió, Amparo, una valenciana recta, relamida y muy pulcra, merecedora del puesto que tenía a juzgar por lo marisabidilla que era, tuvo un gesto que, francamente, nos conquistó. Resulta que mientras nos estaba atendiendo, al otro lado del cristal apareció un hombre calvo con apariencia de importante, acompañado de un hombre feo y bigotudo que vestía un traje negro. El calvo le dijo a Amparo: “Mira Amparo, te presento al Presidente Matas, que ha venido a que le arreglemos los papeles, a él y a su mujer”. Amparo, sin dejar de manejar nuestros papeles, se levantó y le saludó en tono neutro: “Pues encantada, ¿eh?”. Y hala, volvió a sentarse. A lo suyo (que en aquel momento era lo nuestro). En cuanto el Presidente Matas se hubo marchado, Amparo soltó un relincho y exclamó: “¡Qué morro tiene la gente! Por muy presidente que sea uno, no se puede venir aquí y pretender que le atiendan así… ¡Con toda la gente que tengo esperando!”. En ese momento, Pablo, que estaba bastante divertido con todo el caos de la oficina, le dijo a Amparo que ese señor era el Presidente de Baleares y que, posiblemente, había venido huyendo de las acusaciones de corrupción urbanística que le estaban cayendo en el país (más por un “me suena algo y qué buena ocasión para meter cizaña” que por estar realmente enterado del tema). Amparo, de repente, saliendo de su seriedad congénita, se puso la mano en la boca para que no le oyeran los de detrás y, en tono muy bajito, dijo como divertida: “Es del PP”. Acto seguido, continuó su tarea. Julia y Pablo se miraron sin saber qué responder y estallaron en carcajadas.

Después del Consulado, fuimos al Departamento de Vehículos Motorizados a sacarnos el ID del estado. Suena muy raro, pero tiene una explicación. En EE.UU. no hay DNI. El documento que usa la gente para identificarse es el carnet de conducir. Y así, lo que ellos llaman “driver's license” funciona también como ID estatal. En nuestro caso, como no estamos por la labor de sacarnos el carnet de conducir todavía, fuimos a sacarnos un “non-driving driver's license”, es decir, literalmente: un carnet de conducir para no conducir. Después de realizar cola durante casi dos horas; después de haber ido previamente a informarnos de todos los documentos que teníamos que llevar; después de habernos hecho un contrato de móvil, porque era requisito indispensable para poder conseguir el ID (el requisito era tener un contrato, no un móvil); después de todo esto, no pudimos sacarnos el dichoso ID porque en nuestros formularios de la universidad constaba la dirección de Los Angeles y no la de Nueva York… Lo peor no fue el tiempo perdido, lo peor no fueron las colas, ni tampoco el hambre, ni el pis. Lo que nos dejó desolados fue descubrir que el funcionariado estadounidense es aún peor que el español: el hombre que nos atendió era retrasado… Lo que acabamos de escribir no es un insulto, no es una broma, no está dicho con rabia ni con desprecio. Es una simple descripción. La forma de su cabeza, su pelo mal distribuido, su lengua atrapada en una boca demasiado pequeña, sus gafas de culo de botella, sus dientes de piraña y, sobre todo, su nula capacidad de improvisación para enfrentarse a lo inesperado (en concreto, nuestro formulario de universidad), hacían de él la persona menos adecuada para estar frente al público. Es verdad que en España las Administraciones Públicas contratan discapacitados. Y no querríamos dar a entender que nos parezca mal que los discapacitados puedan trabajar. Sin ir más lejos, en una de las oficinas de Correos más concurridas de Barcelona, trabaja Mortadelo. El de la película. La película basada en el cómic de Ibáñez. En el que Mortadelo hace de tonto a las órdenes de un Filemón con pocas luces, que a su vez está subordinado a un superintendente corto. Pues bien. En la oficina de Correos, Mortadelo se encarga de llevar las cartas al almacén, es decir, no está de cara al público. Porque lidiar con los usuarios requiere cierta flexibilidad, cierto mirar a los ojos, cierta logopedia. Tres cosas que al señor del “non driving driver´s license” le faltaban. Por eso, cuando le dimos los papeles, automáticamente empezó a gruñir. Balbuceaba y aporreaba la grapadora contra la mesa como un autista que hubiera visto su rutina alterada. Como no hubo manera de que entrara en razón (con el ruido que hacía la grapadora, no creemos siquiera que pudiera oírnos), solicitamos hablar con su supervisora. Ésta, a diferencia de su compañero, sí parecía tener un coeficiente adecuado a su cargo. Sin embargo, no supo entender que el nombre de la escuela de Pablo, la New York Film Academy, aunque parezca raro, en realidad hace referencia a la ciudad en la que tiene sede, ni que, aunque nuestros papeles tuvieran como dirección la oficina de L.A. (circunstancia meramente burocrática), íbamos a estar viviendo un año en Nueva York, tal y como demostraban nuestros contratos de alquiler, de teléfono, las cartas del banco… Y, puestos a sumar, nuestra propia presencia en aquella oficina. Porque ¿quién en su sano juicio iba a hacer dos horas de cola para conseguir un carnet-de-conducir-para-no-conducir en el estado de NY si pensaba estar viviendo en Los Angeles?
Exhaustos y fracasados, como el capitán Scott, fuimos a recoger las llaves de nuestro piso. Por fin teníamos una pequeña prueba de que no habíamos pagado en balde. Y contentos y repuestos del soponcio de la mañana, nos fuimos a cenar a un sitio que nos había recomendado Vilapri (compañera de promoción que sustituyó a Julia en Distinto) en el corazón del que será nuestro barrio, el East Village. El lugar se llama Mogador Café y es un restaurante árabe con mucho encanto. En una terracita que daba a la calle, acabamos nuestro día agotador comiendo un hummus y una salsa de yogur realmente deliciosos (entre otras cosas, claro, que no sólo de salsas se sacia uno).

El martes por la mañana despertamos a un nuevo contratiempo. Resulta que Amparo nos había introducido en su base de datos como casados, a pesar de que no le habíamos presentado el libro de familia (toda una osadía, si recordáis el perfil del personaje). Así que habíamos quedado en que, en cuanto llegáramos a casa, la llamaríamos para darle el número de nuestro libro de familia y así ella ya se quedaba tranquila. Pero, gran catástrofe, descubrimos el martes por la mañana que nuestro libro de familia se había perdido junto con otros documentos que dejamos olvidados en el aeropuerto de Chicago y que había sido imposible recuperar, por más que Julia se había peleado por teléfono con todos los números de objetos perdidos habidos y por haber. Así que llama a Amparo, dile que no tienes el libro de familia (“tranquilos, no pasa nada, ya me lo daréis cuando lo recuperéis”, nos dice atentísima), busca el número de teléfono del Ayuntamiento de Fontanillas e intenta dar con ellos. Evidentemente, el Ayuntamiento de Fontanillas abre de Pascuas a Ramos, y su exiguo horario coincide entre poco y nada con el horario neoyorkino, por lo que el padre de Julia se hace cargo de la gestión, menosmal. Total, tras pasar media mañana al teléfono entre unas cosas y otras, salimos a la calle. Desde luego, no es nuestro día: un paseo por Tribeca, barrio bastante muerto a las horas en las que llegamos por ahí, y un bocata malo en un pub atendido por una rubia que sólo estaba a ligar con los ejecutivos cutres de la zona.
Por la tarde-noche, nos trasladamos al mini apartamento que tienen los Hausman en el piso de arriba, es decir, liberamos la habitación del pequeño Richard y pasamos a tener cocina. No está mal. Nos acostamos nerviosos porque al día siguiente Julia empieza las prácticas. La espera nos concede unas pocas horas de un sueño ligero, al borde de la vigilia. Además, lo de la apendicitis de Pablo no ayuda a descansar tranquilos (ref. entrega 4.1.).
Lo de las prácticas de Julia ya os lo sabéis. Pablo, por su parte, dedica la mañana a hacer gestiones varias, a colgar alguna que otra foto en Facebook, y a darle un meneíllo al blog. Comemos juntos, un lunch atropellado por el “no sé cuánto rato será adecuado que me ausente del trabajo y tengo que contártelo todo”. Por la noche, divertida cena con Adela y Javi, amigos sevillanos de Pablo que están de visita en la ciudad. Un mexicano muy agradable en el East Village. Dos jarras de frozen margaritas y, luego, cócteles en una terraza viendo caer una lluvia fina y agradable.
El jueves dormimos hasta tarde y luego salimos a dar una vuelta. Comemos en una hamburguesería típicamente americana y cruzamos Central Park bordeando el lago grande, que desde hace unos años lleva el nombre de Jackie Kennedy. El atardecer es precioso y admiramos el skyline al otro lado del lago pensando en que Pressman lo está viendo desde su ático maravilloso. Tras cruzar el parque mientras nos turnamos para leer en voz alta en el Iphone la entrada de Central Park en Wikipedia, visita al Upper West Side. Bajamos Columbus hasta que cruza con Broadway, examinando las tiendas, restaurantes y cines de la zona, así como haciéndonos un retrato tipo del habitante medio del UWS.
El viernes, otro día de prácticas y lunch compartido. Por la tarde, Julia se reúne con Nina, gran secretaria de Cuatrecasas New York que fue su primera guía en la ciudad. Un gran hallazgo, por cierto, el bar que le descubre. Entre tanto, Pablo se desloma ayudando a un compañero de beca de La Caixa con la mudanza. Entre mueble y mueble, charlas divertidas.
El sábado, brunch a base de crêpes y croque-monsieur en un restaurante de aire parisino. Luego, paseo por East Village para familiarizarnos con el barrio que en breve haremos nuestro. La guinda del día, la última peli de Woody Allen (“Whatever Works”). Qué distinto es ver Nueva York retratada en una gran pantalla cuando sabes que está ahí fuera esperándote. Creímos reconocer cada esquina, cada bar. Y, oh, deliciosa sorpresa, ver que los protagonistas comen en el Mogador Café que tanto nos había gustado. Ahora nos gusta más si cabe.
El domingo nos despertamos pronto para llamar a Córdoba porque queríamos estar “ausentes y aún así presentes” mientras Alicia y la Abuela les daban a los padres de Pablo el regalo de aniversario de casados que habíamos urdido entre todos: una noche en el Hotel Hospes de Bailío. A mediodía, paseo por Prospect Park, el parque más grande de Brooklyn. Volvemos pronto a casa para charlar con el padre de Julia y pasamos el resto de la tarde-noche tronchados frente al ordenador mientras relatamos nuestra fracasada visita al Departamento de Vehículos Motorizados para el blog y viendo algunos capítulos de una serie a la que teníamos ganas de hincarle el diente, “Big Love”, sobre una familia polígama. No está mal, pero estaría mejor si, en vez de venir a reforzar el prejuicio ampliamente extendido (“estos mormones están locos”), tratara de desmentirlo.

La semana termina con la feliz perspectiva de saber que a partir del martes entraremos en el loft y empezaremos a convertirlo en nuestro hogar, siempre abierto a todos vosotros.