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Los Angeles - primera entrega

El viernes pasado, partimos para Los Angeles. La falta de perspectiva que inevitablemente arrastramos por el hecho de ser europeos puede hacernos pensar que volvar de NY a LA es como ir de Barcelona a Berlín – “Bueno, quizá un poco más, que EE.UU. es muy grande” – piensas creyendo que estás siendo prudente. La realidad es que son casi seis horas de vuelo, es decir, lo mismo que cruzar el Atlántico. La ida no es tan traumática porque en LA es tres horas más pronto, de manera que si sales de aquí a las seis de la tarde, llegas allí a las nueve de la noche (para ti son las doce). Pero la vuelta es dramática: si, por ejemplo, sales de allí a las once de la mañana (que implica madrugar), llegas a NY a las ocho de la tarde hora local. Total, pierdes el día. Pablo tenía una clase muy importante el lunes a mediodía, por lo que la única forma de que el fin de semana le cundiera mínimamente era que volviera el domingo por la noche dormitando en el avión y llegando a NY a las nueve de la mañana. En este país, en el que a todo le ponen nombre, a eso lo llaman volar "red eyed" porque evidentemente al día siguiente tienes los ojos en orujo.

Volviendo al viernes. El avión salía a las 18:20 porque Pablo tenía clase por la mañana. Encarámate a los altillos para sacar la ropa de verano, reserva el coche que vas a alquilar, haz el check-in online, imprime los itinerarios y, mientras haces las maletas, échale un vistazo al mapa de Los Angeles, que no te haces una idea de lo grande que es esa ciudad.

Salimos de casa a las 16:00 y nos acercamos a Houston a pillar un taxi. En cuanto ven nuestras maletas, los taxis aceleran y pasan de largo: no quieren parar porque resulta que la mayoría van hacia su cambio de turno en Lafayette (muy cerca de casa) y un viaje al aeropuerto no entra ahora en sus planes. Por fin conseguimos un taxi y nos atascamos en la autopista hacia JFK. Un colón de cuidado: si el trayecto normalmente dura unos 45 minutos, esta vez nos toma más de hora y media. Llegamos al aeropuerto cuarenta minutos antes del embarque. Y ya no estamos a tiempo de facturar las maletas porque el límite es una hora antes. Consternación: perdemos el vuelo. El próximo de DELTA sale en dos horas pero ya está lleno. El de la noche, también. La única alternativa es volar el sábado por la mañana – cosa que implica que volvemos a casa y Pablo se queda en NY porque evidentemente no le compensa volar el sábado para volver el domingo. American Airlines tiene un par de vuelos a LA esa misma tarde pero el personal de tierra de Delta no puede decirnos si hay plazas libres en ellos. American opera desde la terminal 8 y estamos en la 4. Resignados y cabizbajos, nos dirigimos hacia el shuttle que va a llevarnos hasta la terminal de American. La chica que nos ha atendido se apiada de nosotros y nos alcanza cuando estamos cruzando la puerta: nuestras maletas son pequeñas, tal vez podemos intentar pasar el control de policía. Nos requisarán todo lo que sea líquido pero a lo mejor nos compensa. Abrimos las maletas: tendremos que dejar atrás el frasco de perfume recién comprado, líquido de lentillas, pasta de dientes, desodorante, quitaesmalte… de todo. Pero, comparado con comprar dos billetes nuevos, compensa. Lo intentamos. Al llegar al control, atropellado diálogo con los policías para explicarles nuestro problema. Debemos de dar mucha pena (seguro que el hecho de que estemos descalzos ayuda) porque vuelven a apiadarse de nosotros: nos requisan parte del material, pero a Julia le dejan conservar su frasco de perfume y el líquido de las lentillas. Cruzamos el control más felices que dos perdices y nos dirigimos a la puerta de embarque. “Todavía” no hay nadie haciendo cola así que nos paramos a comprar unos noodles, que no hemos comido nada con tanto ajetreo y nos morimos de hambre. Estamos en la cola de los noodles cuando a Julia le da por acercarse otra vez a la puerta de embarque y preguntarle a la azafata: “¿Éste es el vuelo que va a LA?” “Yeah”, me contesta la negra. “¿Todavía no embarcamos?”, pregunto yo temerosa de la respuesta, pues las negras son muy suyas. “Woman, yeah we boarding, we on last boarding call, GO GO GO!” Madremía madremía madremía. No es que TODAVÍA no hubiera cola para embarcar, es que YA había embarcado todo el mundo. Corre hacia Pablo, que ya tiene las cajas de noodles en las manos y está a punto de pagar: “Vamos, Pablo, ya están embarcando y a punto de cerrar el avión, no hay tiempo para noodles”. Pablo me mira perplejo mientras agarro mi maleta y me disculpo ante la señora de los fideos “I’m sorry, we have to go”. Emprendo la carrera hacia la puerta de embarque y, sintiendo que Pablo no me sigue (en ningún sentido), me doy la vuelta. Lo veo paralizado, aún agarrado a su caja de fideos, el corazón dividido entre los noodles y yo. “Vamos”, insisto, “o nos quedamos en tierra”. Reacciona por fin, aturdido ante tanto “rescate de última hora”, abandona los fideos como quien deja a un cachorro indefenso en una triste perrera y me sigue sin saber bien qué está haciendo. Corremos por la pasarela –larguísima- entre carcajadas nerviosas, intentando digerir que es la segunda vez en veinte minutos que hemos estado “a punto de”. Al llegar al avión, los azafatos señalan el hecho de que mi maleta supera el tamaño máximo permitido para el equipaje de mano pero a esas alturas estamos ya de vuelta de todo por lo que respondo con una sonrisa. “Sí, tus compañeros de check-in han hecho una excepción”. No le doy opción a rechistar, por lo que nos dejan entrar. Diez minutos después de habernos sentado, aún no damos crédito. Qué suerte hemos tenido – TRES veces. Durante el vuelo, Pablo saca sus deberes y se pone a dibujar el story board del corto que tiene que rodar la semana que viene. Así de apurado va de tiempo.

Llegamos a Los Angeles de noche y buscamos el shuttle que nos lleva a Hertz. Allí, tras una larga cola, nos atiende un agente excesivamente amable (incluso le dice a Pablo que le encantan sus gafas), señal inequívoca de que nos la quiere dar con queso. No es que las gafas de Pablo sean feas pero saltaba a la vista que ese señor no tenía criterio estético alguno, por lo que había alabado sus gafas como podría habernos dicho que le fascinaba Barcelona: todo subterfugios para ganarse nuestra confianza y dejar que nos diera “the best deal I can get you” – que por supuesto era más caro que el que habíamos visto online. Suerte que hemos visto muchas películas y este hombre desprendía un tufillo a vendedor de coches de segunda mano que nos hizo sospechar en seguida. “Que no, que no, que no queremos GPS ni neumáticos recién cambiados ni el coche más guachipiruchi que tengas, que queremos LO MÁS BARATO, así de claro te lo decimos”. Por fin salimos de ahí en nuestro flamante Toyota Corolla blanco. Automático, por supuesto, y mucho más grande que cualquiera de los coches que hayamos conducido hasta la fecha.

Nos alojamos en casa de Marga, amiga íntima de Raquel que lleva quince años viviendo en LA con su marido Taylor –actor y conocedor de todos los vericuetos de la industria- y sus dos hijas (monísimas, simpáticas y muy educadas): Alexandra y Lee. La familia es encantadora. Viven en West Hollywood, hacia donde Julia conduce y Pablo copilota (qué sería de nosotros sin Google Maps). Es de noche y parece que estemos en “Collateral” (película que, a pesar de estar protagonizada por Tom Cruise, os recomendamos). Los carriles son anchísimos, todas las calles son de doble dirección (por lo que los giros a la izquierda son de miedo), se puede girar a la derecha cuando tu semáforo está en rojo y no existen los cedas porque en los cruces sin semáforo tiene prioridad "el que haya llegado antes" (a veces es difícil dirimirlo, sí, pero no suele llegar la sangre al río). Muchas calles tienen nombres españoles que, pronunciados a la inglesa, resultan indescifrables. Por ejemplo, “La ciénaga” se pronuncia “Lah Sienehgah”. A pesar de todo, llegamos sanos, salvos y sin habernos perdido por el camino. Marga y Taylor nos reciben con una cerveza. Una casa preciosa con jardín y decorada con buen gusto, cosa excepcional en el país. Caemos rendidos en la cama.

La venganza de Spiderman

No me considero especialmente gruñona pero tengo que reconocer que tengo un punto misántropo. Esto lo noto en que hay cosas de los demás que me molestan mucho. Me molestan hasta extremos insanos. Concretamente, me pone muy nerviosa la gente que no parece tener consciencia del peso ni el volumen de su propio cuerpo. Por ejemplo, van andando por la calle y se paran de repente, sin mirar si viene alguien por detrás. Si tus frenos no son de primera, sueles comerte su parachoques trasero (cosa que a ellos les sorprende mucho, claro, porque no son conscientes de que están hechos de materia newtoniana, que por tanto se halla sujeta a las leyes de la gravedad, la inercia y demás). Es la misma gente que, cuando llega el metro al andén en el que están esperando, se pone delante de las puertas de entrada – que también son las de salida, claro. Algunos lo hacen porque tienen mucho morro pero la mayoría lo hacen porque piensan que es lo más efectivo: me pongo delante de la puerta y así cuando se abra entro en seguida. Lógica aplastante. Supongo que piensan que van a TRASPASAR los cuerpos de quienes salgan. Obviamente, ese intercambio nunca se produce de la forma suave que imaginan y terminan entre empujones sin saber por qué. Tengo amigos y familiares que son así y no les quiero menos por ello, porque compensan esa carencia con maravillosas virtudes. Pero cuando veo un desconocido que se comporta así, alguien cuyas virtudes compensatorias desconozco, me entran ganas de mirarle el número de serie y llamar a la Fábrica de Humanos para que descataloguen su modelo para siempre. O, en otras palabras, me invade un deseo incontrolable de matarlo y aniquilar toda su descendencia, la que ya haya tenido la fortuna de nacer y la que existe sólo en potencia. Sin duda, tengo un punto misántropo.

Pues bien, Spiderman castiga sin piedra ni palo, que quiere decir que a los malotes siempre nos llega nuestro merecido:

Hoy he salido de casa a eso de las seis de la tarde. Hacía mucho frío, llovía y soplaba un buen vendaval. Así que me he abrigado como bien he podido: mis botas FLEXA impermeables, que son cualquier cosa menos femenina (de hecho, Pablo las llama “las botas de Superman”), un abrigo anchote de pana verde de Lourdes Bergada del tipo “soy tan estilosa que me echo cualquier cosa por encima y estoy monísima” (y, en efecto, si lo llevara Kate Moss, sería la cosa más “cool” del mundo, pero como lo llevo yo Pablo lo llama “tu abrigo El Orfanato”, supongo que porque le recuerda al saco que lleva Tomás en la cabeza) y tres capas de jerséis y demás piezas debajo. Aparte de eso, los guantes, el bolso y el paraguas. Total, iba hecha un auténtico gnomo. Al mirarme en el espejo, he comprendido en plenitud la frase “Ande yo caliente, ríase la gente”.

Así pertrechada me he ido a clase de “TV Programming and Scheduling”. La clase es maravillosa pero a lo que vamos. Al salir, he ido a hacer unos cuantos recados y ahí ha sido cuando he sentido cernirse sobre mí la venganza universal por todas las veces que he deseado aniquilar a los patosos del mundo. Para empezar, el paraguas, endemoniado por unas corrientes que en cada esquina cambiaban de dirección, se ha convertido en mi peor enemigo. Hasta tal punto que he decidido cerrarlo y mojarme, porque corría el riesgo de sacarle un ojo a algún viandante o, lo que es peor, de sacármelo a mí misma. Como no llevaba lentillas, sino gafas, en cuanto me caían cuatro gotas en el cristal ya andaba ciega. Por otra parte, cada vez que entraba en una tienda tenía que empezar a desvestirme. Al principio he intentado desabrochar cremalleras y botones antes de quitarme los guantes: craso error. Luego, he decidido empezar por quitarme los guantes, pero entonces tenía que abrir el bolso para meterlos dentro, o introducirlos en un bolsillo (a riesgo de perderlos) intentando que el paraguas mojado no me empapara las manos. Así que peor el remedio que la enfermedad. Sacar la cartera era un drama, y siempre que me encontraba en medio de una de éstas delicadas operaciones me daba cuenta de que estaba cerrándole el paso a algún que otro cliente, o al personal que repone producto en las estanterías. Evidentemente, cuantos más recados hacía, más cargada iba, por lo que la dificultad de manejarme con dignidad crecía de forma exponencial. Ya llegando a casa y cargando, aparte de mi cuerpo maltrecho por tanto bandazo, un buen avituallamiento de material de despacho (entre otros, un paquete de papel bien pesado), no he podido resistir la tentación de entrar al supermercado de al lado de casa, el Gracefully. Irónico nombre, porque no podía haber en ese lugar cosa menos graciosa ni más graciosa que yo: nadie con menos gracia (como elegancia) pero tampoco nadie más gracioso (como “ríase la gente”). Nuestra despensa está vacía y me había propuesto hacer un arroz con verduras, así que he entrado hasta la zona de frescos con el objetivo de hacerme con un par de cebollas, un calabacín y unos champiñones. En la batalla que mi bolso, mi paraguas y yo hemos emprendido contra las bandejas de fruta y verdura, han acabado rodando por el suelo dos lechugas y una cabeza de ajos. Por no mencionar la cantidad de veces que los bajos de mi abrigo han acariciado la tragedia: el Gracefully es un supermercado pequeño, de pasillos estrechos y esquinas peligrosas, por lo que a punto he estado de derramar la estantería de la soja. Por un momento, me he visto teniendo que comprar el local entero para compensar mi desaguisado. He pagado mis víveres sin atreverme a mirarle a la cara al dependiente chino (¿Habrá visto cómo me agachaba para devolver las lechugas rebozadas a la estantería?) y he salido de ahí con la mayor dignidad que he sido capaz de reunir tras tanto desatino. En cuanto he llegado a casa y me he deshecho de las numerosas armas de destrucción pasiva que llevaba encima, me he sentado a escribir esto para recordarme a mí misma que, me guste o no, los patosos también tenemos derecho a habitar este planeta.

Febriles

El domingo pasado disfrutamos de la excursión en helicóptero que nos regalaron María, Ana y Sergio. Nada más llegar a NY, hubo un accidente en uno de estos vuelos en helicóptero en el que murieron cinco turistas italianos. Esto, sumado al vértigo de Pablo, nos planteó algunas dudas, pero también pensamos que, después del accidente, se tomarían mayores precauciones que nunca. Tuvimos suerte con el tiempo: un día espectacularmente soleado y claro. Aparte de la piloto (¿pilota?), sólo íbamos cuatro personas más abordo y cabíamos justitos, por lo que podéis haceros una idea de lo pequeño que era el aparato. Teníamos la sensación de que el helicóptero se mantenía en el aire casi por arte de magia y de que pilotarlo consistía más en estabilizarlo que en propulsarlo en una u otra dirección. Desde el cielo, la ciudad parecía una maqueta perfecta. En cierto modo, la vista que se obtiene desde arriba resulta aún más familiar, por aquello de que las películas muestran tantos planos aéreos de Nueva York. Viéndolo desde arriba, entendimos la belleza del Empire, que a pie de calle parece una insulsa mole de hormigón. Ésta debía de ser la visión que tenía el arquitecto de su maqueta y, la verdad, visto así, el edificio, aparte de alto, es muy elegante. Lástima que el arquitecto no pensara que uno rara vez tiene la ocasión de subirse a un helicóptero. El paseo se nos hizo corto, como pasa con todo lo que se disfruta intensamente.

Para volver a casa, intentamos coger el metro en Wall Street, pero la parada estaba cerrada debido a un rodaje. Efectivamente, Julia recordó que había visto en los partes de rodaje que ese fin de semana Pressman rodaba “Wall Street 2” en la parada de Broad St. Como su nombre indica, se trata de la segunda parte de “Wall Street” (Oliver Stone, 1987), aquella peli sobre agentes de bolsa protagonizada por Charlie Sheen y Michael Douglas que puede que algunos de vosotros recordéis. Aquí fue un inmenso hit por la crudeza con la que reflejaba la vida y los (cuestionables) valores de los tiburones de las finanzas, y esperan la secuela con expectación.

De camino a casa, parada en WholeFoods para comprar los víveres para la noche: cena en el loft con los Hausman. Gran incertidumbre a lo largo de la tarde, porque no habíamos confirmado la cita desde que la habíamos fijado, varias semanas atrás, y no estábamos seguros de que los Hausman fueran a acordarse de venir. No parecía “muy Tracy” no haber reconfirmado asistencia el día antes, pero tampoco parecía “nada Tracy” olvidar un hito en su agenda. A mediodía le mandamos un mensaje que no contestó, y luego otro. Silencio. A las 7, media hora antes de la hora en que estaban citados, Julia la llamó. No había recibido nuestros mensajes y parecía inmersa en una debacle doméstica (luego averiguamos que estaba lidiando con la mayor de sus hijas – o, más concretamente, con el hecho de que ésta tenía que entregar unos deberes al día siguiente y necesitaba la ayuda de sus padres). Total, sí que vinieron, puntuales y arreglados para la ocasión.

Pablo había preparado una deliciosa crema de calabacín y una de sus recetas estelares de segundo: pollo con nata y champiñones. Patatas al horno de guarnición. Lo primero que dice Michael al cruzar el umbral “Wow! You have a better sense of style than we do!” a lo que añade Tracy, por si la situación no fuera ya lo bastante incómoda: “Bueno, no es que eso sea decir mucho, cariño”. Risas nerviosas; estamos de acuerdo –con las dos apreciaciones–, de manera que no parece muy buena idea desmentirlo y quedar de hipócritas, pero tampoco es el mejor momento para darles la razón. Julia sale al paso pidiéndole a Michael su americana y Pablo se arranca a hablar de IKEA y nuestras hazañas de bricolaje, que siempre dan mucho de sí. La cena estuvo plagada de momentos extraños. Seguramente porque es uno de esos temas que “no conviene tocar”, acabamos hablando de religión: Julia preguntó por Yom Kippur (curiosidad genuina) y a partir de ahí la cosa se descontroló. Todos sabéis cómo es Pablo. Pues bien, en inglés lo es todavía más. No queremos decir guapo o bien vestido –eso lo es igual en todos los idiomas (mucho)-, sino irreverente y poco diplomático. Le preguntaron si era religioso y se declaró agnóstico. Al entrar en detalles, no obstante, Tracy apuntó que parecía más bien declarada y estrictamente ateo. No es de extrañar, pues Pablo arguyó literalmente que las religiones le parecían una gran invención, como la rueda o las ollas a presión: una ficción que el ser humano necesita. Por si su punto de vista hubiera quedado difuso, comparó a Dios con Spiderman. Tracy aportó argumentos conciliadores y hubo cierto acuerdo entre los comensales en que las religiones eran algo que estaba bien “usar”, una herramienta útil para los pueblos y los individuos. A todas éstas, Julia se preguntaba si Pablo era consciente de que estaba compartiendo mesa con un matrimonio judío practicante. Cuando los Hausman le preguntaron si convenía con las opiniones de su marido, Julia miró a Pablo haciéndose la sorprendida (mera pose, claro) y dijo que en inglés sus juicios parecían mucho más radicales que cuando los emitía en castellano, probablemente porque en su segunda lengua no tenía a su alcance toda la parafernalia semántica y gramática necesaria para expresar moderación y demás herramientas diplomáticas. Michael rió y luego dijo que era bonito poder estar en la otra punta del mundo, solo y perdido, entrar en una sinagoga, y encontrarse con que allí todo le era familiar. Parecía el momento perfecto para asentir y sacar el postre, pero Pablo dijo: “Sí, a mí eso me pasa con el steak tartar”. Michael se adelantó al probable silencio incómodo soltando una carcajada y, a partir de ahí, la conversación viró afortunadamente hacia otros asuntos. Nos preguntaron por Josito, que es uno de sus temas favoritos, y les contamos que está convirtiéndose en un experto hostelero. La velada terminó a una hora civilizada.

Esta semana ha sido otra locura. Julia habló con la jefa de desarrollo de Pressman y parece que están poniéndose las pilas para ofrecerle tareas que le motiven más. Escepticismo al respecto. Ya os contaremos.

El viernes, rodaje hasta las tantas en el loft, Pablo dirigiendo y Julia de actriz (pésima, por supuesto). El sábado, otro rodaje en casa. Pablo, agotado, se acostó tiritando de fiebre y con bronquitis. El domingo, madrugó para ir al tercer rodaje de la semana. Como era de esperar, a las dos de la tarde apareció por casa, más enfermo de lo que se había despertado. El termómetro que Julia salió a comprar a toda prisa marcaba 101,8 grados. Fahrenheit, claro, pero aún así son muchos grados: 38,7, para ser exactos. Ahora está en cama a sopitas, jarabe y antipiréticos. Mañana, Spiderman dirá.

Con gripe o sin gripe (Julia está en plan “cuando las barbas de tu vecino veas cortar”), este viernes nos vamos a Los Angeles a visitar universidades y a hacer las entrevistas pertinentes para el Master del año que viene. Seguiremos informando.

Una semana en el infierno (o Bienvenidos al show business)

Esta semana, Julia sustituye a la assistant de Ed en Pressman. No es que desconozca la palabra secretaria, o asistente, es que tengo la sensación de que ser “assistant” es algo intraducible. Sostengo que tener un “personal assistant” te hace peor persona. Porque, la verdad, no se me ocurre ninguna forma moralmente correcta de pedirle a alguien que haga por ti algo que tú podrías hacer perfectamente, pero que no haces porque para eso le pagas una miseria y alimentas su esperanza de que esa humillación le sirva para formarse y llegar, algún día, a delegar tan bien como tú.
El lunes casi no hubo trabajo porque era Yom Kippur, que creo que significa “expiación” en hebreo. Es un día en el que los judíos hacen examen de conciencia, ayunan (o deberían ayunar) y luego des-ayunan a lo grande. Vamos, que es el “año nuevo, vida nueva y a la vejez viruelas” de los judíos. Como Mr. Pressman es más judío que ninguno (tan judío, tan judío, que a veces se marea de lo judío que es), pues ese día lo pasó en uno de los templos más “in” del Upper East expiando con otros judíos ricuelos como él. Aunque creo yo que tampoco expiarían tanto, porque a las cuatro tenía un des-ayuno morrocotudo en el club de campo o equivalente neoyorkino. Con tanto expiar y comer y felicitar el año a la élite casi no tuvo tiempo para dar la tabarra, así que por la oficina estuvo todo bastante tranquilo.
Pero el martes empezó el nuevo año judío. Y el infierno.
Jen se había ido el viernes anterior a Taiwan a enterrar a un abuelo. Mal pensada como soy, cuando me lo dijo se me ocurrió que cómo podía ella haber sabido con tres semanas de antelación que se iba a morir el señor, pero no, no es que lo hayan matado para montar unas vacaciones familiares, es que resulta que en Taiwan los funerales duran un porrón de días, que es algo muy práctico si tienes prole viviendo allén de los mares, porque entre que te entierran y no te entierran tu desperdigada descendencia tiene tiempo de comprar los billetes de avión, apañar una becaria sustituta y hacer la maleta.
Total, antes de irse para Taiwan, Jen me enseñó cuatro cosas. Cuatro: cómo enviar faxes, cómo conectar conferencias telefónicas, cómo pasarle llamadas a Ed y cuál es el protocolo a seguir cuando Ed te dicta un email que has de enviar en su nombre. En vista de tan escaso entrenamiento, y de que me dejó muy claro que Jason (su homólogo en la oficina de Los Angeles) se encargaría de todo, a mí me quedó la idea de que no se esperaría de mí más que lo justito. Pero pasó lo que suele pasar en estos casos: que la china se fue sin dejar claro a sus jefes y compañeros que su sustituta no era ella. Debo decir en su defensa que esa aclaración no debería haber sido necesaria, porque nos parecemos como un huevo a una castaña, pero se ve que sí, que tengo cara de china, porque estoy currando como tal y engañada como una misma.
El problema fundamental es que hace mucho tiempo que Ed y todo su séquito perdieron el norte. Hay tanta gente pendiente de todo que al final el sistema no es nada operativo. Por ejemplo, los mails van con copia a todo el mundo, por lo que es corriente que Ed te encargue algo y, para cuando vayas a hacerlo, te encuentres con que ya está en ello su mujer, o con que otra persona ha decidido que no hacía falta pero no lo ha notificado a todo el mundo a quien inicialmente se envió el mensaje de inicio de gestión. Obviamente, a la gente con quien trata Ed le pasa lo mismo. Así, puede ser que yo llame a la oficina de Menganita para concretar con su assistant una hora conveniente para una llamada, y que paralelamente el tal Jason haga lo mismo, y que nuestras llamadas no se crucen jamás porque Menganita también tiene dos (o más) assistants, todos muy eficientes pero mal coordinados entre sí. Son todos tan estupendos y tienen tanta iniciativa y capacidad resolutiva que forman un auténtico bucle de gestiones sin fin. Es el caos de la eficiencia: por cada reserva, hay un par de anulaciones y una nueva reserva; por cada cita, tres cambios de sitio y ocho llamadas entre distintos assistants; por cada llamada, tres cruces de línea telefónica. Yo, ayer, sin comerlo ni beberlo, me llevé un grito de Mr. Ed – precisamente, por haber sido eficiente y haber hecho lo que se me pedía. Me dijo, entre otras cosas, que aquello parecía un circo, y yo le contesté que, en efecto, francamente, it was quite a circus. Quedó muy perplejo de que me mostrara tan fríamente de acuerdo con él, pero es que de verdad que allí sólo faltan los trapecistas. Parte del circo se solucionaría desentramando esa maraña de interdependencias, es decir, si cada uno hiciera por sí mismo lo suyo y no se dedicara a delegar tareas que tardan más en delegarse que en hacerse. Pero ése no es el único problema.
Un gran obstáculo es que Ed no habla, sino que balbucea. Entre sus palabras siempre hay grandes silencios y rara vez termina y empieza las frases: normalmente opta por o bien empezarlas, o bien terminarlas. La mayor parte de las veces, emite un sonido monótono tipo aaaaeeeeeaaaaa y entre medias suelta algún sustantivo y algún que otro verbo que espera se conviertan en un mensaje con sentido al otro lado de la línea. Cuando construye una frase completa, casi siempre acierta con el orden de los elementos de la frase (sujeto, verbo y complementos). Por ejemplo: “Fulanito me envió un mail ayer”. Pero rara es la ocasión en que logra ordenar las frases para construir un discurso claro. Por ejemplo: “No lo encuentro. Sugería un vuelo charter que era más barato. Sobre el jet privado de Charlie Sheen. Fulanito me envió un mail ayer.” O sea: ¿Puedes por favor buscar en mi buzón de correo un mail que me envió ayer Fulanito en el que sugería para Charlie Sheen un vuelo charter más barato que el jet privado? Además, tiende a omitir la información importante y a repetir muchas veces lo que es irrelevante y se deduce por contexto. He aquí un caso que me viene a la mente: “Tienes que llamarla usando el teléfono”. Ya, pero a quién.
Sentí un gran alivio cuando me di cuenta de que el problema no era yo, ni la cobertura, sino que el hombre habla así. Lo descubrí cuando estaba tomando notas de una llamada que estaba manteniendo Ed con un productor británico. Este último era el típico británico que de tan educado se vuelve entusiasta, de esos que dicen “Fantastic” así con mucho énfasis, pronunciando mucho las consonantes (FanTasTiK) a cualquier bobada. Por ejemplo, tú le dices: “Le paso”. Y él “Fantastic!”. Y tú, “Ya están conectadas las llamadas”. Y él “Wonnnderful!”. Pues bien, este señor no le entendía nada a Ed. Cada tanto le decía “Aha, aha. Bueno, pues a ver si me aclaro. Entonces, lo que tú sugieres es que hagamos esto y aquello”. Gracias a las lúcidas intervenciones del entusiasta pude resumir la conversación que de otro modo hubiera sido indescifrable. Se me escapaba la risa cada vez que Ed dejaba que la conversación se estancara en uno de sus eternos silencios y se oía al británico preguntar si seguía ahí.
A todo esto se suma que yo no tengo información. Por ejemplo, tardé 15 minutos en entender que ese nombre que pronunciaban el británico y Ed tan a menudo durante aquella conversación no era ni más ni menos que el de Godard (y un minuto en intentar recordar si el hombre había muerto, luego me di cuenta de que no, que quienes estaban muertos eran Bergman y Antonioni). A punto estuve de interrumpir para tranquilizarles (estaban muy preocupados porque Godard no les había devuelto una llamada) y decirles que no era desidia sino muerte.
Yo pensaba que esta desinformación podría solucionarla aprendiéndome la cartera de proyectos de Pressman y tirando de Google, de la agenda de contactos de la assistant y de algo de picardía. Pero qué va: la cartera de Pressman es infinita e incógnita (lo que viene en la página web no es más que una muestra) y su agenda de contactos tiene más de 9.000 nombres. Obviamente, mi picardía no da para tanto.
La gran incógnita es si este señor ha llegado tan lejos a pesar de ser así, si lo ha logrado precisamente gracias a ese carácter tan extraño que los demás han tomado por rasgos de genio o si, al llegar a la cima, ha perdido las facultades que le permitieron alcanzarla y ahora esté en la cumbre cual cabra vieja a la que ya no le dan las rodillas para bajar (¿Las cabras tienen rodillas? Un asunto a investigar).
Bromas aparte, ahora mismo veo esto con mucha distancia y, al margen de algún que otro arranque (reprimido, por supuesto) de impotencia, me regocijo en el desmadre que veo a mi alrededor pero temo que llegue el día en que yo sea una de esas personas que, de tanto delegar funciones, ha dejado de funcionar.

Por otra parte, el lunes la jefa de desarrollo por fin me comentó los informes que he estado haciendo estas semanas. Se disculpó por no haberme dado respuesta antes, me dijo que le parecían muy buenos y me pidió unas notas más detalladas sobre el primer guión que analicé. No hizo ninguna crítica, cuando le pedí que profundizara, me dijo “No tengo comentarios, es obvio que sabes lo que estás haciendo, sigue así”. ¡Bien!
Además, el jueves estábamos liadas con una gestión cuando me dijo que era muy buena (“You are so good”, no sé bien cómo traducirlo) y que menos mal que estaba ahí, que estaría de los nervios si no fuera por mí. No es humildad si os digo que no supe qué contestar porque en verdad me sentía como un elefante en una cacharrería. Antes de que me fuera esa tarde para casa me repitió que les había sido de gran ayuda y no lo dijo como lo había hecho otras veces, en plan cortés (“Bye, Julia, thank you for your help today. See you tomorrow.”), sino como si realmente lo agradeciera. También fue muy reconfortante una conversación que tuve con Jason, el assistant de la oficina de LA. Pasó lo siguiente: Ed me llamó diciéndome que el servidor le había rebotado un mail que había enviado a Sutano, yo le dije a Ed que llamaría a la oficina de Sutano para solucionarlo, colgué y, mientras estaba hablando con Sutano y tomando nota de una dirección de mail alternativa, me llegó un mail de Jason en el que me pedía que hiciera lo que justamente estaba haciendo. Colgué, reenvié a Sutano el mail a la dirección alternativa, le llamé para asegurarme de que le había llegado y entonces Sutano me dijo que Ed acababa de llamarle para contarle por teléfono lo que le había escrito en el mail. Como es lógico, me mosqueé y le dije a Jason: “Pero bueno. ¿Para qué me pide que lo haga yo si luego va y lo hace él?” Y Jason me contesta “Bienvenida al mundo de trabajar para Ed. Éste es su modus operandi habitual”. La verdad, me sigue pareciendo que es un desatino (qué pérdida de tiempo, esfuerzo y talento) pero me alivió saber que no lo hacía sólo conmigo porque no se fiara de mí, sino que es su modo de proceder habitual. Suspiro. Cuánta paciencia gastamos en gente que ni nos va ni nos viene.