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Los Angeles – segunda (y última) entrega

El sábado nos despertamos al olor de las ricas tortitas que había preparado Marga y que, con la hospitalidad que la caracteriza, había defendido ferozmente de sus hijas para que nos dejaran alguna. Desayunamos y nos metimos en el coche rumbo a Universal Studios, donde está el campus de la NYFA en el que Pablo estudiará el año que viene.

A la luz del día, Los Angeles resulta aún más enigmática. Es sorprendente, por ejemplo, que haya tantas tiendas de cosas que no parecen de primera necesidad: disfraces, lanchas, flores. También hay mucho salón de bronceado, peluquerías caninas, consultas médicas, bares de copas y tiendas de artículos usados, siendo este último término el único criterio que aúna su contenido: cazadoras usadas, lápices usados, libros usados, jarrones usados. A cambio, se ven pocas fruterías, farmacias, supermercados y ferreterías. A cada rato, ves un cartel de “se alquila para rodajes”: puede ser un descampado, un coche, una nave industrial, un bar, un caballo o hasta una persona. A todo esto, hay que añadirle que, como era Octubre, no había casa, tienda ni local sin decoración Halloweenesca. ¿Pues no os queréis creer que las calabazas son lo de menos? Quién más quien menos tiene un gato negro de plástico con su lomo erizado y todo, sombreros de bruja (o brujas enteras), escobas, arañas, fantasmas y (no os lo perdáis) telarañas (de poliéster, imagino) que se cuelgan como guirnaldas del rincón más insospechado: verjas con telarañas, estanterías con telarañas, bugambillas con telarañas. En Nueva York lo de las telarañas es peor todavía porque aquí no se sabe si son de poliéster o de no limpiar nunca. Por cierto que prometo nueva entrada para Halloween; fue espectacular.

Salvo cuatro rascacielos repartidos al tuntún en lo que han tenido a bien denominar “downtown” (pero que no es el centro de la ciudad ni mucho menos), los edificios son bajos y parece que los han construido sin habérselo comentado a ningún arquitecto: pequeñas naves industriales distintas unas de otras sólo por el cartel de la fachada, que a su vez sólo se distingue del resto de paredes porque es la que da a la calle.

Atravesamos el paseo de la fama y, si no llega a ser porque Pablo se fijó en las estrellas de la acera, no nos hubiéramos enterado de que era ni paseo ni famoso. Al poco rato, pasamos por delante del teatro Kodak, ése en el que se celebran los Oscars cada año. Quedamos pasmados ya no por lo hortera que es (para los jeroglíficos gigantes ya estábamos preparados), sino por lo cutre y lo arrinconado que está. Lo comparamos con la imagen mental que tenemos de la llegada de las estrellas a la alfombra roja la noche de los Oscar y llegamos a la conclusión de que deben de acordonar y enmoquetar un buen trozo de calle, así como construir un montón de chiringuitos de prensa para que aquello luzca como luce. Si no, no se explica.

Ingenuos de nosotros, habíamos salido de casa pensando que unos estudios tan grandes y famosos no podían ser difíciles de encontrar. No nos faltaba razón: guiados por el famoso cartel de Warner Bros y esos depósitos de agua que hemos visto mil veces en el cine, dimos con Universal Studios en seguida. El problema fue que encontrar la NYFA allí dentro era lo más parecido a buscar una aguja en un pajar. Cuando ya la habíamos encontrado por nuestros propios medios (el sofisticado método de preguntar que por dónde es), vimos un cartel indicativo que se diría puesto a pitorreo, ya que verlo era mucho más difícil que dar con la propia escuela. La nifa de allí nos pareció pequeña pero muy bien equipada. Lo mejor de todo es que alquilan los platós de la Universal para sus estudiantes, así que Pablo rodará sus cortos en un auténtico pueblo de cartón-piedra, con su salón del Oeste, su iglesia, su pozo, su plaza, su fuente y su un montón de sitios en los que nunca se te hubiera ocurrido ambientar un corto.

Tras una parada en casa para reponer fuerzas, visitamos el campus de UCLA, que es exactamente como te imaginas que tiene que ser el campus de una universidad americana: ajardinado, enorme y casi hasta elegante. Luego, nos acercamos hasta USC pero, como ya era tarde y de noche, no vimos gran cosa.

Esa noche salimos a cenar con Ricardo, un compañero de beca que está estudiando cine en Pasadena, y con Arturo y su mujer, Mónica. Arturo es un chico de Madrid que acaba de empezar el Peter Stark, el Master en el que Julia quiere entrar el año que viene. Después, copas sorprendentemente baratas (será que ya nos estamos acostumbrando a los exorbitantes precios de NYC) en un local “cubano” en el que la especialidad de la casa eran las margaritas (esta pobre gente tiene un cacao con lo latino…)

Domingo. Pablo vuelve esta noche a casa pero el día nos cunde que no veas. Por la mañana, trabajamos en casa y a la tarde cogemos el coche otra vez. Subimos a Mulholland Drive que, además de una película, es una carretera de ésas que se encaraman a las montañas. Damos con un mirador y desde allí atisbamos, por fin, las famosas letras de HOLLYWOOD. Menos mal, porque a punto estuvo Pablo de marcharse con el disgusto de no haberlas visto. Luego quedamos con Begoña, que hizo el Peter Stark hace unos años y ahora está trabajando en Los Angeles, por lo que está aconsejando a Julia con el proceso de admisión. Entre bocado de tarta y bocado de tarta, Begoña va soltando sus consejos. Una tarde muy productiva.

A eso de las ocho, a pesar del calor, Pablo se calza las botas de invierno y Julia le lleva al aeropuerto. Nos damos cuenta al despedirnos de que es la primera vez que vamos a pasar tres días separados desde… no sabemos desde cuándo.

Lunes. Mientras Pablo amanece en Nueva York habiendo dormitado en el avión, va para casa, duerme otro rato, imprime sus deberes, se ducha y se dirige diligente a la escuela, Julia visita el campus de USC (la universidad que imparte el Peter Stark) guiada por Arturo. USC, la University of Southern California, tiene un campus inmenso en el que están las distintas escuelas: entre otras, la de Cine, que es donde quiere entrar Julia. Un paréntesis. El sistema universitario americano tiene sus particularidades. Resumiendo mucho, digamos que por un lado está la universidad y, por otro, las distintas escuelas que ésta alberga, que vendrían siendo el equivalente de lo que en España denominamos facultades. La mayor diferencia no está en la denominación, sino en que las escuelas operan con mucha autonomía. Para que os hagáis una idea, cuando solicitas acceso a un Master o a cualquier grado, te diriges por un lado a la Universidad y, por otro, a la escuela. Es esta última la que toma el 90% (cuando no el 100%) de la decisión, pero tú tienes que hacer el papel frente a las dos y a cada una tienes que venderle la moto que quiere comprar. Es curioso.

El campus de USC está lleno de jardines y paseos pero, comparado con el de UCLA, resulta bastante feo, más que nada porque los edificios son así como ochenteros. Los edificios de la escuela de cine establecen un gran contraste: son nuevos (de hecho, hay dos que no estarán listos hasta el año que viene) y se alzan con toda la pompa que puede esperarse de una facultad de cine en Hollywood. Debido a mis escasos (qué digo escasos, quiero decir nulos) conocimientos de arquitectura, me resulta difícil describirlos pero os diré que me remitieron a un decorado de película muda ambientada en Babilonia. Arcos, pérgolas, palmeras. Ésas son las tres imágenes que me vienen a la cabeza cuando intento recordarlo.

Al día siguiente, tuve mi entrevista en USC, el motivo principal de nuestro viaje a Los Angeles. La verdad es que no fue nada del otro mundo. Estuve hablando una horita con uno de los dos personajes que deciden quién entra y quién no. Me pareció un tipo bastante soso, por lo que pensé que yo también debí de parecérselo a él. En mi opinión, nuestra conversación fue muy poco interesante y casi acabé haciéndole más preguntas yo a él que él a mí, más que nada porque me daba la sensación de que, si no preguntaba yo, la conversación languidecería hasta morir de aburrimiento. Como es lógico, salí de allí algo decepcionada. Eso sí, yo le había contado al señor todo lo que tenía que contarle (que estaba solicitando acceso a otras muchas escuelas, pero que ellos eran mi primera opción, que estaba en contacto con alumnos y exalumnos, que conocía bien el programa, que tenía muy claros mis objetivos profesionales, etc), por lo que mi conciencia quedó tranquila; yo había hecho todo lo posible para que el viaje me cundiera. Más tarde, comenté la jugada con Arturo y con Begoña y los dos convinieron conmigo en que las habilidades sociales del entrevistador eran escasas, así como en que su sosez era legendaria y en que no tenía que preocuparme. El tiempo dirá.

Después de la entrevista, fui a otra universidad que quería visitar y que está en Orange, un pueblo a unos 40 minutos (en coche, por autopista y sin perderse) de Los Angeles. Orange es el típico barrio de casas con jardín que parece que no conozca otra cosa que el cielo azul y el suelo soleado: verja blanca, perro y bandera americana en cada puerta. La escuela de cine de esta universidad también es nueva y las instalaciones son francamente impresionantes pero sus programas tienen menos prestigio que los de UCLA o USC; los profesores tienen menos solera y los exalumnos también. ¿Cómo se mide la solera? Como sabéis, en Estados Unidos todo es objetivable y cuantificado. He aquí un dato que pregona USC a los cuatro vientos: desde que se inauguró su escuela de cine allá por 1973, todos los años al menos uno de sus alumnos o exalumnos ha recibido una nominación al Oscar. Al menos uno cada año. Son muchos años, así que la escuela tiene su propia estrella de la fama. Y, como dice Steven Spielberg: si, un día, todos los exalumnos de la escuela decidieran tomarse el día libre, Hollywood quedaría paralizada. Por cierto que Spielberg solicitó acceso hasta tres veces a la escuela y no le admitieron nunca porque tenía una nota media de expediente muy baja. Ahora, el edificio principal lleva su nombre. Por mucho que se empeñen los yanquis, hay muchas cosas que no son cuantificables. De hecho, nada de lo que importa lo es.

De vuelta a Los Angeles, compré un par de botellas de vino para Marga y Taylor y una tarta de chocolate para las niñas. Esa noche, mi última noche allí, salimos a cenar a un mexicano muy típico (típico de Los Angeles, no de México, claro): camareras ataviadas con falda larga, mandil floreado y camisola a juego; paredes llenas de cuadros con motivos folclóricos y decoración kitsch en general. Lo pasamos muy bien y, al llegar a casa, comimos tarta en la cocina. Me sentí como una más de la familia.

El miércoles por la mañana, mientras conducía hacia el aeropuerto ya sin necesidad de mapas, pensé que, con todo lo extraña que me había parecido Los Angeles, podría llegar a considerarla mi casa. Al menos, tanto como me lo parece ahora Nueva York: siempre que Pablo esté en ella.

2 comentarios:

  1. Probando comentarios, uno dos, uno dos. ¿Se me oye?

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  2. Sí, ya está. Parece que ahora cualquiera puede publicar, aunque sea sin cuenta de Google (seleccionar "Anónimo" en el menú desplegable de "Comentar como:")
    JULIA & PABLO.

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