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Un paréntesis: San Francisco

Ay hijos míos.
Pues aquí estamos más tirados que una colilla en San Francisco (que, todo hay que decirlo, no es un mal lugar en el que quedarse tirado) porque ayer nuestro Golf, después de habernos llevado durante todo el día colinarriba colinabajo (ya sabéis que esta ciudad es muy montañosa), decidió que no arrancaba más.
Esto sucedió justo cuando estaba levantándose la niebla y andábamos deslumbrados por la belleza de la ciudad que por fin se nos revelaba. Habíamonos encaramado a Twin Peaks, dos colinas gemelitas desde las que se disfruta de una vista espectacular de la ciudad, cuando aparcamos el coche un momento y, al intentar arrancarlo para seguir disfrutando de nuestro paseo, la tragedia se cernió sobre nosotros.
Gracias a un momento de inspiración divina que tuvimos cuando compramos el coche, estamos 100% cubiertos por la garantía que compramos, que paga la grúa que nos llevó al taller, el taxi que nos trajo de vuelta al hotel, la noche de ídem, la reparación pertinente y, si necesitamos alquilar un coche, pues también.
Ahora estamos a la espera de que nos llamen del taller. Parece que puede ser la batería o el alternador pero no están seguros porque (como era de esperar) esta mañana en el taller el coche ha arrancado sin problema. El muy zascandil arranca siempre que hay otro mirando (otro que no seamos nosotros).
Teníamos pensado volver hoy a LA por la highway 1 para ver el trozo de costa del que no pudimos disfrutar a la venida pero no sabemos si va a poder ser puesto que hay tramos bastante largos de esa carretera en los que no hay cobertura y, de volver el coche a hacer de las suyas, no quisiéramos encontrarnos mirando la batería de hito en hito mientras nuestros móviles no sirven sino para ser quemados y hacer señales de humo.
Seguiremos informando de cómo se desarrollan los acontecimientos.

LA, capítulo primero: De vuelta

Después de unas vacaciones del tipo “si hoy es día 27, este avión aterriza en Barcelona; si hoy es 2, esto es Córdoba; si hoy es 31, tú eres mi prima la que se casa”, el sábado 21 de agosto por la mañana cogimos un avión con destino a LAX. Curiosidades del cambio horario, después de veinticuatro horas de aeropuertos, controles policiales, pasos de aduanas y vueltas por el dutifrí, ese mismo sábado por la noche aterrizábamos en Los Ángeles.

El viaje fue toledano. Primero, un Barcelona – Madrid con retraso, aunque no el suficiente como para que perdiéramos la conexión. A continuación, un Madrid – Nueva York infernal: nada más sentarnos en el avión, empezamos a encontrarnos mal. Pablo vomita una vez antes de despegar; Julia, dos. De hecho, la pobre pasó más horas en el lavabo que en su asiento. Por supuesto, rechazó la bandeja de “pasta o pollo, da igual lo que elijas que todo está igual de malo”, pidió varias manzanillas e incluso llegó a rogarle a más de una azafata si había algún sitio en el que pudiera estirarse, ya que le sobrevino el convencimiento firme de que su estómago sería menos propenso a rebelarse si se encontraba ella en posición horizontal (por supuesto, no se trataba sino de una de esas inverosímiles supersticiones que a menudo nos asaltan cuando un malestar profundo nubla nuestro entendimiento). A todo esto, las uniformadas de Delta hicieron gala de una pétrea pasividad: por no hacer, no hicieron ni el amago de sentir lástima por nosotros.

Al llegar a JFK, hacemos la larga cola de inmigración con el estómago aún sin asentar. Después del trámite con el funcionario de turno, éste nos comunica muy amablemente que a Pablo tienen que entrevistarle personalmente. Vayapordios.

Pasamos a la salita de Viajeros con Infortunio Fronterizo. Allí que estamos sentados esperando a que nos llamen cuando oímos que la funcionaria que sostiene el pasaporte de Pablo en la mano le susurra a un compañero: “En realidad, no puede entrar hasta treinta días antes del inicio de su programa, ¿Verdad?” Madremía-madremía-madremía: es verdad. Y para que llegue ese plazo faltan aún tres semanas bien buenas. ¿Cómo se nos ha podido pasar? Con lo atentos que hemos estado a todos los trámites de viaje y a los requisitos y limitaciones de nuestros visados. Julia ya mira a Pablo con ojos de “Como nos digan que tenemos que volver, vuelvo a devolver”. Por suerte, se ve que no era tan problemático como creímos en un principio; la limitación se aplica durante tu primer año como estudiante pero, a partir de entonces, ya no pasa nada. Qué susto más tonto nos hicieron pasar.

Al salir de allí, rechequeamos las maletas (no, no pueden ir directas a tu destino) y nos dirigimos a los mostradores de facturación de American Airlines, donde intentamos cambiar nuestro billete para LA a Business (así de mal se encontraba Julia). Pablo intentó ganarse a la azafata haciéndose el marido desprendido que pagaría lo que fuera por que su maltrecha esposa viajara cómoda (mera pose para ablandarla y que nos dejara el aumento de clase a precio de ganga, claro, pues no podemos permitírnoslo) pero, por más que conmovió al personal de tierra, no hubo tu tía; no había plazas en Business, y casi mejor, porque de haberlas habido hubiéramos tenido que desdecirnos de nuestro farol. Así que pasamos el enésimo control policial del día, localizamos la puerta de embarque, extendimos nuestra toalla de playa sobre la moqueta de la zona de espera y allí nos tendimos durante las tres horas que quedaban hasta que saliera el vuelo. A estas alturas, Julia por fin había dejado de vomitar aunque seguía encontrándose mal.

Aterrizamos en LAX por la noche, recogimos las maletas (que tardaron siglos en salir, una de ellas, víctima de un salvaje navajazo que iba acompañado de una tarjeta de las autoridades aduaneras americanas en el que nos decían –por si lo del navajazo no nos hubiera parecido pista elocuente– que habían revisado nuestra maleta), alquilamos un coche y ya por fin nos fuimos para casa.

Llegamos a nuestro hogar-vacío-hogar de madrugada. Afortunadamente, nuestro dueño-vecino-pesado nos había preparado la cama con su colchón hinchable. Muy majo el pobre. Dormimos como troncos pero al día siguiente a las cinco de la madrugada ya teníamos un ojo abierto (uno cada uno, se entiende).

Era domingo pero aquí nunca cierra nada así que fuimos a Ikea, donde nos hicimos con los dos bienes más básicos de cualquier hogar que se precie: el sofá y la cama. Comimos allí con la prudencia que aconseja la resaca de una gastroenteritis autodiagnosticada a medio curar. Por la tarde, fuimos al supermercado para avituallar la despensa. Llegamos a casa de noche y derrotados.

El lunes estábamos en pie a las cinco otra vez. Así empezó una semana en la que básicamente nos dedicamos a ir de una tienda a otra, descubriendo el equivalente estadounidense de Leroy Merlin, Carrefour o Habitat; las tiendas de muebles de jardín (es lo que tiene tener jardín, que hemos tenido que abrirnos a esa rama de la decoración); anticuarios de muebles carísimos; almacenes de muebles usados tan estrafalarios que no parecen tener sitio más que en rodajes; y, por supuesto, nuestra muy querida Ikea, en la que nos movemos con más soltura que los propios dependientes (que tampoco es que sea decir mucho). Como podéis imaginar quienes conocéis nuestra afición a decorar, combinar telas y tapizados y exprimir nuestro presupuesto hasta el último céntimo para hacer de nuestra casa lo menos parecido a un hogar de estudiantes, fueron unos días muy, muy divertidos.

Después de haber elegido, comprado, transportado y montado dos camas; varias sillas; mesas de despacho, de comedor y de centro; cómodas; un sofá; una chaise longue; una butaquita; varios muebles de estantería y alguna que otra lámpara, la casa está prácticamente amueblada. También hemos decapado (Bárbara, nos acordamos mucho de ti) una cómoda para el dormitorio y lijado y barnizado dos tableros para la mesa del comedor del patio trasero, así como colocado algún que otro jarrón, organizado nuestra estantería para las especias, vaciado nuestras maletas y cajas y limpiado la casa de arriba abajo.

Además de todo esto, hemos estado dedicados a la búsqueda de coche (capítulo aparte en breve), a dar de alta los servicios de Internet, gas, agua y luz, a hacernos con el barrio y a redactar un Tratado de Paz Permanente con la fauna y flora que habita nuestro jardín.

Julia ya ha visitado UCLA un par de veces: ha ido a presentarse al profesorado, se ha sacado el carnet de estudiante y ha empezado a explorar el campus, que es inmenso. Los del máster aprietan tanto que ya le han puesto deberes. De hecho, ése es el motivo principal por el que esta entrega se ha demorado tanto. Julia ha tenido que escribir dos secuencias para ver si la admiten en el itinerario de guión/producción para televisión, para el que por lo visto hay mucha competencia (entre otra, de los estudiantes de guión de UCLA, que son, según dicen, los mejores del país). Como la niña tiene muchas, muchas ganas de entrar en dicho itinerario, ha estado dedicando cada rato libre que le han dejado “las mil gestiones del día a día” a escribir esas secuencias, y no este blog.

Y hasta aquí el primer tramo de nuestra instalación. En breve, capítulo aparte sobre la compra del primer coche, el viaje exprés de Julia a Madrid, el inicio de nuestra no poco variada vida social, el resultado de nuestra lucha por conseguir el carnet de conducir californiano y la visita que estamos planeando a San Francisco.

Como siempre, el grueso de las fotos (que no es Pablo, quien ya ha recuperado la línea tras las opíparas vacaciones) lo colgaremos en Facebook. Sin embargo, os dejamos aquí algunas imágenes de nuestras últimas peripecias.

Comiendo en Ikea Burbank (ya se ve por las palmeras que esto no es Badalona).

Primer cargamento (de momento, ha habido cuatro, aunque no todos como éste, claro)

Montando cama de invitados, también conocida como "la litera cercenadora de cabezas", pues está justo debajo de un ventilador harto peligroso (pero era esto o nada, así que ya podéis daros con un canto en los dientes).

Cómo nos gusta este sofá. Lástima que no podamos pagarlo.

Lijando.

"Decapando" (en realidad, malpintando de blanco, es decir, diluyendo la pintura blanca en agua para luego repartirla malamente con un trapo).

Primera comida en el porche.

A punto de cenar una merecida fondue de descanso.

Desayuno en el patio trasero.

El dormitorio work-in-progress (la cómoda es el mueble de Ikea "decapado").

El comedor del patio, con la mesa ya lijada y barnizada.

El rincón de lectura.